Las brechas del pensamiento en la historia de la psicología

Akäreñoingue rapekuéra psicología rekoasápe

The Breaches of Thought in the History of Psychology

José E. García

Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”

Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas, Departamento de Psicología

[email protected]

Casilla de Correo 1839, Asunción, Paraguay

Resumen

La historia de la psicología se halla estrechamente vinculada con el desarrollo teórico de la filosofía, en cuyo marco intelectual tuvo su origen y antecedentes remotos. Aunque la primera utilización del concepto psicología data del siglo XVII en la obra del humanista croata Marcus Marulus, que escribió una tesis donde había utilizado el vocablo en su forma moderna, los autores griegos, por lo menos desde el siglo IX antes de Cristo en los escritos de Homero y más adelante en las creencias del orfismo y en Pitágoras, ya utilizaban conceptos como el del alma, en cuya descripción se concentran claras resonancias psicológicas. De esta manera, puede hablarse de una psicología antes incluso que existiera el término respectivo. A lo largo del desarrollo histórico de la disciplina se introdujeron algunos conceptos muy influyentes que sirvieron para establecer rutas o brechas muy profundas y duraderas que reaparecen en diversos autores y proyectan sus usos incluso hasta la psicología contemporánea. Estos conceptos, como el del dualismo, el innatismo, el monismo, la concepción de la mente como un pizarrón en blanco, el materialismo, el mecanicismo, el cuerpo como una secuencia de movimientos reflejos, el asociacionismo y el apriorismo kantiano son los principales referentes de importancia fundamental para la psicología. Este artículo, partiendo de un análisis de fuentes primarias y secundarias, se propone explorar el contexto histórico y filosófico de donde emergen estas ideas y acentuar su importancia para la evolución de la psicología contemporánea.

Palabras Clave:Historia de la Psicología, Brechas conceptuales, Dualismo, Monismo, Innatismo, Asociacionismo.

Mombypykyre

Psicología rekoasakue ningo ojogueraha ojopógui filosofía arandu jeguerojera ndive; kóva ryepýpe voíningo ha’e heñóiva’ekue. Jepéramo he’iséva psicología oñeñepyrũ ojeporu sa’ary XVII-pe, Croaciaygua Marcus Marulus rembiapópe, ohaiva’ekue hemimo’ã oiporuhápe ko ñe’ê ko’ág̃a he’iseháicha, umi tapicha arandu Greciaygua oiporumava’ekue ángaramo ko ñe’ê, ha ipype ojekuaaporãiterei psicología. Umíva ojehu sa’ary IX Hesu mboyve, Homero rembiapokuépe ha tenondévevo tembigueroviapy orfismo, Pitágoras rembiapópe. Péicha rupi ojekuaa oñeñe’êma hague psicología rehe hiñói mboyve ko ñe’ê. Ko aranduty ojeguerojerakuévo, oñembopypukuve he’isévape, ha opa umi mba’e oiguyru tape ipypuku ha kuri g̃uarãva, osêjepiva heta tapicha arandu jurúgi, psicología ko’ag̃aguakuápe jepe. Umi ñe’ê arandu, taha’e dualismo, innatismo, monismo, térãkatu oimo’ãva tapicha apytu’ũ ojoguaha peteĩ ogykehai morotĩme, materialismo, mecanicismo, umi ohecháva ñande rete kuarahy’ã rysýiramo, asociacionismo ha apriorismo Kant mba’éva hamba’e hína umi omopyendáva psicología. Ko tembiapo oñembosako’i hag̃ua niko ojejepovyvy marandu rehe imataitépe, ha avei arandukápe. Ipype ojejepovyvyse araka’e ha moopa heñói ko’ã apytu’ũroky, ha oje’ejeyjey tuichaiterei mba’eha psicología ko’ag̃akuápe g̃uarã.

Mba’e mba’e rehepa oñe’ẽ:Psicología rekoasa, He’isevakuéra, Dualismo, Monismo, Innatismo, Asociacionismo.

Abstract

The history of psychology is closely linked with the theoretical development of philosophy, in whose intellectual framework it had his origin and ancient history. Although the first use of the psychology concept dates back to the 17th century in the work of the Croatian humanist Marcus Marulus, who wrote a thesis where he used the term in its modern form, the Greek authors, at least since the 9th century before Christ in the writings of Homer and later in the orphic beliefs and Pythagoras, were already using concepts such as the soul, in whose description clear psychological resonance are concentrated. In this way, we can talk about psychology even before the respective term existed. Throughout psychology’s historical development, some very influential concepts have been introduced and have served to establish routes or very deep and long-lasting breaches that recur in different authors and projected their uses even up to contemporary psychology. These concepts, such as dualism, innatism, monism, the conception of the mind as a blank slate, materialism, mechanism, the body as a complex sequence of reflex movements, associationism and the Kantian apriorism are the primary points of fundamental importance for psychology. This article, on the basis of an analysis of primary and secondary sources, proposes to explore the historical and philosophical context from which these ideas emerge and underline its importance for the evolution of contemporary psychology.

Keywords: History of Psychology, Conceptual breaches, Dualism, Monism, Innatism, Associationism.

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Las brechas del pensamiento en la historia de la psicología

La historia de la psicología, en lo que concierne a su origen y continuidad, puede representarse desde al menos dos posicionamientos diferentes y en apariencia irreconciliables. Por una parte, la visión recibida que rige en este campo sentencia que la psicología encuentra sus orígenes en la filosofía (Robinson, 2013), al igual que otras disciplinas como la física y la biología, y que a través de un proceso de evolución conceptual que se extendió por varios siglos ha llegado a constituirse en una ciencia independiente y autónoma, tanto en la vertiente conceptual como metodológica. Por la otra, se sostiene que la psicología nada tiene que ver con estas manifestaciones remotas del pensamiento, que hay claras discontinuidades en el proceso de construcción de teorías y que la psicología moderna es de origen reciente, no remontándose más allá del siglo XVII o XVIII (Danziger, 2013). Cualquiera sea la opinión con la que finalmente se concuerde, ya sea entre las dos mencionadas o aun con alguna tercera posible, los supuestos sobre el momento y las circunstancias particulares en que comienza a construirse un pensamiento psicológico genuino, y aun las fechas desde las cuales sería oportuna la reconstrucción del proceso, encontrarán diferencias esenciales. Por este motivo, los juicios sobre la naturaleza que guarda la evolución histórica se muestran como ejes fundamentales. Esta diferenciación puede también comprenderse como la existencia de criterios más inclusivos o de mayor exclusión, según sea que fijen el inicio de la psicología en el tiempo reciente o en un antiguo y dilatado periodo de cambios y evolución temporal.

La historiografía tradicional de la psicología, tanto la que proviene de los primeros textos publicados hace poco más de un siglo (García, 2014) como de los modernos manuales de estudio para la disciplina, apuntan a los orígenes remotos. Para ellos, la psicología tiene un pasado largo, un recorrido conceptual de muchas centurias que se origina en la filosofía pero que no excluye otras áreas colindantes como la pedagogía, la medicina y la biología. Durante este proceso se sucedieron ideas y teorías capturadas en la obra de diversos autores, que aun sin el logro de su real autonomía conceptual, representaban incursiones en ámbitos claramente asociados con el estudio de la mente, la conciencia, las emociones, el comportamiento y lo que antiguamente se denominaba la vida moral. Todos los grandes pensadores en la historia de la cultura occidental, con diferencias de matices e interpretaciones, tuvieron algo que acotar en sus sistemas de pensamiento involucrando variables psicológicas, o cuando menos conceptos muy asociados a ellas. Algunas ideas por ellos formuladas produjeron efectos poderosos, abriendo brechas o surcos muy profundos en el pensamiento que marcaron o cuando menos influenciaron fuertemente el desarrollo de la psicología posterior, tanto de aquélla que se mantuvo cobijada dentro de la filosofía durante siglos como de la expresión autónoma e independiente de la disciplina que emerge en el periodo profesional. Los propósitos básicos de este artículo, en razón de las ideas expresadas previamente, son los siguientes: a) Realizar una exposición somera y no exhaustiva de los autores, teorías y conceptos más influyentes para la psicología que surgieron en el marco de la filosofía de la antigüedad griega y hasta el siglo XVIII europeo por lo menos, b) Explorar en el marco de estas mismas ideas aquellas que, aun siendo filosóficas en esencia, constituyen influencias predominantes en la articulación del pensamiento psicológico posterior y c) Sentar las bases mínimas para el análisis crítico de las repercusiones que estas ideas continúan teniendo en la psicología actual. Este último objetivo solo podrá alcanzar su desarrollo pleno en un trabajo posterior. Metodológicamente, el artículo es una elaboración de características teóricas, con revisión de fuentes primarias y secundarias pertinentes a los problemas discutidos, y apoyado en el análisis conceptual de los significados y contenidos de los constructos aludidos. En una primera parte, revisaremos los criterios y modalidades terminológicas que caben en la psicología para acometer luego al estudio de sus fundamentos y evolución en la obra de los autores de mayor importancia en la antigüedad.

Los diferentes usos del concepto “psicología”

Para esclarecer el sentido del vocablo psicología, es posible proceder de dos maneras diferentes: 1) La primera es a través de una definición de carácter etimológico, esto es, apelando al significado de la palabra de acuerdo a sus raíces lingüísticas. Esta clase de definición se refiere a los componentes nominales de una palabra, el contenido intrínseco de la misma y su significado (Orozco Turrubiate, 2007). De esta manera, la palabra psicología significa etimológicamente ciencia del alma, pues es la suma de los vocablos griegos psiquis o psyché y logos. El significado habitual que se confiere a psyché es tanto el de alma como también espíritu. En la mitología griega, Psyché era una ninfa o espíritu de los bosques, que por obra y gracia del amor se convirtió en diosa gracias a la acción de Eros o Cupido, el dios del amor en las creencias de los griegos antiguos (Cosacov, 2005). Por otra parte, logos significa estudio o tratado (Velázquez, 2001), aunque con frecuencia se lo ha utilizado también para denotar ciencia y conocimiento. Es claro entonces, que el significado etimológico de la psicología no coincide en absoluto con lo que es su noción actual, que se identifica con el estudio de la cognición y el comportamiento.

Esto nos conduce a la segunda de las opciones mencionadas y que considera a la psicología en cuanto: 2) Definición de carácter conceptual, la cual explica el término o las variables utilizando otras palabras diferentes. En general, estas pueden homologarse a las que aparecen en los diccionarios técnicos o especializados (Toro Jaramillo & Parra Ramírez, 2006). Por consiguiente, las definiciones conceptuales tienen menor estabilidad que las etimológicas, que regularmente no experimentan cambios sustanciales con el paso del tiempo. Antes bien, son muy susceptibles a las alteraciones en la evolución teórica de los conceptos, y por lo tanto pueden modificarse de manera radical durante los procesos de transformación en la ciencia. Hace algunos años Henley, Johnson, Jones & Herzog (1989) investigaron cuidadosamente las mudanzas experimentadas por la definición de la psicología en poco más de cien años, documentándose en los textos de introducción que se han publicado durante el último siglo. Lógicamente, la aplicación de un criterio definitorio conceptual nos hará ver simplemente el paso de un tipo de definición adoptado en un periodo específico a otro diferente. Sin embargo, la definición etimológica nos lleva a considerar el origen mismo del vocablo conforme a los estándares de la cultura sobre cuyas raíces se ha cimentado el uso de la palabra, en este caso los griegos antiguos. Ahora bien, el punto es que no fueron ellos quienes por primera vez usaron el término psicología, sino un europeo que vivió en el siglo XVII. Fue el psicólogo checo Josef M. Brozek (1913-2004) quien descubrió, realizando una paciente investigación de antiguos archivos de Dalmacia, Zagreb, Venecia y Budapest que un humanista de nombre Marcus Marulus (1450-1524), probablemente de origen nacional croata y que habitó la costa dálmata en el Mediterráneo, habría utilizado por primera vez la palabra (Brozek, 1999). Hasta no hace muchos años se suponía que había sido el filósofo alemán Christian Wolff (1679-1754), en una de sus numerosas obras, quien realizó la alusión inicial al vocablo. Como se sabe, Wolff fue uno de los pensadores que más inspiró el trabajo de Immanuel Kant (1724-1804) en su etapa pre-critica (Arana, 1982). Marulus utilizó la acepción psichiologia, que de acuerdo a Brozek (1999) denota un origen bizantino del término. Según el mismo autor, este uso se dio “cerca” del año 1520.

Pero aunque los griegos no hayan utilizado el término psicología en su sentido denotativo moderno, sí lo hicieron con el de psyché, particularmente Aristóteles (384-322 a.C.). De esta forma, había un concepto que disfrutaba de la utilización colectiva en todos los aspectos que engloba el término moderno psicología, incluso antes que este existiera de hecho. Por consiguiente, tiene mucho sentido rastrear las nociones antiguas que resultan antecedencias para los modernos usos de la palabra, llegando al menos hasta los comienzos remotos que se refieren a las concepciones del alma. Y esto nos lleva, de hecho, hacia autores que no fueron filósofos y mucho menos, psicólogos. Los académicos que escribieron los principales textos de historia, tanto los que hoy se encuentran en circulación como los que ya podrían considerarse “clásicos” por los años transcurridos desde sus respectivas ediciones, han establecido puntos de arranque para la evolución científica de la psicología que, casi por regla general, se sitúan en la antigüedad griega. Algunos, incluso, consideran que las precedencias deberían ubicarse incluso más atrás, siempre en los vastos panoramas de la cultura griega, pero antes de la irrupción de los primeros filósofos. Es el caso, por ejemplo, de Manuel Riquelme (1885-1961), un pedagogo paraguayo para quien la interpretación histórica de la psicología debe retroceder por lo menos hasta el siglo IX antes de Cristo. Riquelme fue el primero en Paraguay que escribió sobre las relaciones entre psicología e historia (García, 2008), aunque no la disciplina tal como se desarrolló en este país, sino en el amplio espectro de la ciencia universal. Discutió sus ideas en el marco de un texto introductorio a la psicología que publicó originalmente en 1936 (Riquelme, 1948), y que además fue pionero en su tipo en el Paraguay. En su argumentación, el autor se hallaba más enfocado sobre la evolución del concepto del alma que de la psicología en cuanto tal, y este punto podría, seguramente, recibir alguna puntual objeción. No debemos olvidar, sin embargo, que entre los usos posibles de la idea de psicología se encuentra la dimensión etimológica que antes señaláramos, y para la cual el significado de la palabra se orienta hacia la ciencia del alma. Por consiguiente, habremos de fijar nuestra atención en procura de las brechas en el pensamiento psicológico comenzando en los primeros escritos de Homero, uno de los escritores clásicos, y aún legendarios, de la antigua Grecia.

Origen y evolución de las brechas conceptuales

Homero es uno de los muchos personajes que pueblan la historia de la cultura occidental cuyos orígenes e identidad real se hunden enigmáticos en las brumas del tiempo. Aunque en los primeros siglos se lo consideraba un personaje real y a las dos obras más importantes que se le atribuyen, La Ilíada y La Odisea, como historias referidas a eventos que realmente acontecieron, las miradas contemporáneas son mucho más rigurosas al respecto. Igual a como sucedió con los Himnos Homéricos, la crítica especializada moderna demostró que las dos piezas literarias citadas provienen en realidad de un grupo de autores diferentes (Faulkner, 2005). Forsdyke (1957) cree que las estimaciones del historiador clásico Herodoto (484-425 a.C.), aunque por cierto especulativas, de que Homero haya vivido en la última mitad del siglo noveno antes de Cristo son, finalmente, las más aproximadas. Estimaciones diferentes oscilaron entre el siglo décimo segundo y el séptimo antes de la era cristiana, sin alcanzar consensos definitivos. Otras cuestiones controversiales se refieren a las verdaderas relaciones de Homero con los dos grandes libros mencionados, así como si estos se refieren a hechos que efectivamente ocurrieron y cuándo. Como quiera que sea, las nociones sobre el alma sostenidas por Homero ejercieron una influencia bastante importante.

Como argumenta Lorenz (2009), el uso que se hace del concepto de alma en los escritos homéricos puede entenderse en al menos dos formas, que algunas veces se han planteado como excluyentes, aunque también pueden vislumbrarse como complementarias. Por una parte, el alma es algo que los seres humanos ponen en riesgo durante las batallas o en otras situaciones arriesgadas y se pierde al sobrevenir la muerte. Por la otra, es lo que en el momento de la defunción se aleja de las extremidades de la persona y viaja al plano del inframundo, donde tiene una vida más o menos penosa como una sombra o imagen de la persona fallecida. Esta alma era vista, en lo fundamental, como carente de sentimiento o conciencia (Harris, 2002). Puede argumentarse que, en realidad, cuanto se conoce como alma en cualquiera de los casos es considerada una y la misma cosa, es decir, algo que una persona puede exponer y perder y que, tras la muerte del individuo, perdura como una sombra en el inframundo. Autores como Gómez Robledo (1974), sin embargo, sugieren que no debería pensarse necesariamente en una dualidad tan antitética como la que concebimos usualmente entre el cuerpo y el alma, o respecto a la materia y el espíritu, pues también cabría pensar en esta psyché como algo material, solo que invisible, intangible e inaprehensible.

En cualquier caso, una vez que el aliento vital se ha ido para siempre, la persona está definitivamente muerta, no hay retorno alguno. Un cuerpo humano vivo se diferencia de un cadáver precisamente por la presencia del alma, lo cual sin embargo no significa por fuerza que esta sea el principio explicativo para todas las operaciones fisiológicas y los comportamientos que corresponden a esa persona. La evolución del concepto continuó con el culto de los Órficos, de fuertes raíces en la antigua religión griega. De por sí, Orfeo es un personaje de condiciones míticas por excelencia. Se lo suponía hijo del Rey Eagro de Tracia y de la musa Calíope. En ese solo hecho ya comprobamos la improbabilidad de su existencia, al menos en la forma como lo describe la tradición común. Pero aún más, Orfeo tenía cualidades netamente paranormales y sobrenaturales. También se le atribuye la invención de la cítara y el haber añadido dos cuerdas más a la lira, con lo que este instrumento pasó a tener nueve, en igual número y como un homenaje a las musas griegas. Con la música que ejecutaba tenía la capacidad de calmar a las bestias y relajar el alma de los mortales. Además podía mover rocas y alterar el curso de los ríos. En cierta ocasión viajó al inframundo en rescate a su amada Eurídice. Orfeo practicaba la magia y la astrología y, como muchos personajes fabulosos de la antigüedad, poseía el don de la adivinación del futuro. En su figura multifacética se solapan, de manera perfecta, los arquetipos del místico con los del poeta, que gran admiración despertaron en el mundo antiguo (Segal, 1989).

En torno a la figura de Orfeo se estableció un culto cuasi religioso, el de los órficos. Y de esta veneración en particular emergió una concepción del alma muy influyente, que marcó un importante avance en el desarrollo de la conciencia del hombre respecto a las posibilidades y límites de su individualidad. Sin ella, Platón (427-347 a.C.) no habrían podido estructurar la teoría de que el espíritu humano es divino y que la naturaleza sensual del hombre puede hallarse disociada de su verdadero yo (Edmonds III, 2004). Es muy probable que toda la escatología cristiana, e incluso las creencias en el infierno y el purgatorio, muy persistentes en nuestra cultura, hayan tenido su base más firme en esta antigua secta griega. En la concepción órfica resuenan claros los ecos de añejas creencias hindúes de acuerdo a los cuales el cuerpo es un sepulcro para el alma (Klemm, 1914), un concepto que también habremos de encontrar muy claramente expresado en Platón. La asimilación que los órficos hicieron del alma humana a la divinidad es el paso de la religión a la filosofía, el mismo tramo que también habría de recorrer más tarde el filósofo Pitágoras (569-475 a.C.), sobre quien pronto abundaremos. Los órficos eran ascetas y pensaban que la fuente del mal estriba en el cuerpo, con sus apetitos y pasiones. La suposición que reside tras semejante actitud es que esta vida es un castigo para el alma por alguna falta anterior. La penitencia es permanecer encadenado a un cuerpo, lo cual de hecho se consideraba una calamidad, lo mismo que estar cautivo dentro de una cárcel (Guthrie, 1993). Los órficos cultivaron una idea del alma que contemplaba la supervivencia a la muerte, lo cual se producía por la separación de aquélla del que es su soporte material, el cuerpo. No habría pues otra forma de cimentar esa perduración y proyectarla hacia una existencia ultraterrena. Con estos conceptos, se iban abriendo de a poco dos de las brechas más fuertes que habrían de marcar a la filosofía y después a la psicología: la convicción en la independencia relativa del segmento inmaterial del ser humano con respecto al cuerpo y la propiedad de este para conservar intactas sus cualidades psicológicas, incluso en ausencia de su fundamento material. Se estaba dando paso, lentamente, a la formación del poderoso concepto del dualismo.

El turno de los filósofos

Bertrand Russell (1872-1970), en su famosa Historia de la filosofía occidental (Russell, 1947), escribió que Pitágoras es uno de los hombres más importantes que jamás hayan vivido. Desde luego, la afirmación tenía su buena razón de ser. Pitágoras fue no solo un filósofo que ejerció una considerable influencia en otros grandes pensadores como Platón y además uno de los más connotados matemáticos de la antigüedad. También fue un místico que fundó un movimiento cuasi religioso denominado pitagorismo. En la organización de sus enseñanzas y en la elección de sus discípulos, Pitágoras adoptó el modelo estricto que guía a las sociedades secretas, considerando que no todos los seres humanos se hallaban intelectual o espiritualmente preparados para recibir los conocimientos que su reducido grupo de seguidores compartía. De esta forma, un segmento del saber disponible no debía ser transmitido indiscriminadamente a cualquier persona. Ellos se formaron en la convicción de que una parte importante debía ocultarse. Aquellos que eran admitidos como estudiantes en su círculo se denominaban esotéricos, y los que no, se llamaban auditores, es decir, oyentes. Pitágoras, sobre cuya identidad como individuo muchos albergan razonables dudas, vivía en comunidad con sus seguidores, y de esta manera identificaban colectivamente sus investigaciones y reflexiones. Por este motivo son mencionados como los pitagóricos por algunos historiadores. No sabemos con certeza plena si fue una persona o un grupo de ellas, pero el uso del nombre en plural sugiere la existencia como grupo. Esta es una de las razones por las que resulta prácticamente imposible diferenciar con seguridad lo que Pitágoras enseñó y lo que sus discípulos contribuyeron (Malone, 2009).

Con Pitágoras el registro histórico se halla indeleblemente confundido y oscurecido por su gran fama y su realce casi mítico, pues las generaciones posteriores le atribuyeron muchas ideas y teoremas matemáticos sin observar en lo más mínimo el moderno concepto de la verdad histórica (Waterfield, 2000). Su decisión de no dejar ninguna obra escrita, que algunos juzgan un acto de sabiduría, fue subsanada por sus seguidores que elaboraron numerosos escritos para dejar constancia de sus enseñanzas. Incluso algunos de ellos fueron hechos en su nombre. Para oscurecer aún más el panorama de las verdaderas autorías intelectuales, Pitágoras reclamaba mucha secrecía de sus seguidores. Los conocimientos discutidos en el interior, no debían trascender. Con acierto Ferguson (2008) opina que la secrecía de los pitagóricos era realmente obsesiva. No se encuentra ningún rollo, ningún texto, ningún fragmento, ningún relato de testigos directos, ningún artefacto para que puedan analizarlo los arqueólogos, ninguna tableta para descifrar. Y si alguna vez tales cosas existieron, no lograron perdurar incluso hasta finales de la edad antigua. Las más tempranas evidencias sobre Pitágoras mismo que los eruditos actuales aceptan como legítimas son un grupo de seis fragmentos breves que fueron escritos un siglo después de su muerte. Pero tampoco son originales, sino copias sobre las cuales podría presumirse que fueron realizadas a partir de los escritos originarios o bien desde fuentes secundarias. Pitágoras tampoco escapa a la vigencia del mito. Como otros personajes de su época, y en semejanza a Orfeo en especial, también a él se le atribuyen algunas cualidades por completo fuera del alcance de los hombres ordinarios, como la capacidad de predecir los desastres naturales y curar plagas (Johnston, 2008).

Toda prudencia es poca con Pitágoras en cuanto personaje histórico, ya que mucho de lo escrito con posterioridad a su muerte en relación a su figura y magisterio resultan ser simples mitos (Martínez, 2012). Entre todos los elementos conocidos, sin embargo, hay algunos que se sostienen con mayor seguridad que otros. Se cree que, antes de afianzar su escuela, Pitágoras fue uno más entre los seguidores del culto de los órficos (Riquelme, 1948). De hecho, en su sistema persisten elementos identificables con esa dirección concreta del pensamiento. El, al igual que Platón, se había proclamado tácitamente como un exponente del orfismo (Bamford, 1994). Aunque también existieron diferencias entre ellos. El orfismo apoyó la autoridad de sus enseñanzas en libros escritos, mientras que Pitágoras optó decididamente por la modalidad oral. Los pitagóricos formaron indudablemente una secta, mientras los órficos utilizaron técnicas de purificación a nivel individual (Kirk, Raven & Schofield, 1983). Lo cierto y seguro, pese a la ausencia de escritos de autoría propia, es que Pitágoras se mostraba como un convencido creyente en la inmortalidad del espíritu. Creó la teoría de la metempsicosis o de la transmigración de las almas (Barnes, 1982). Según esta doctrina, esta tiene una naturaleza inmortal y puede migrar a otras formas conocidas de vida, incluso especies animales. Por este motivo, por ejemplo, abominaba el consumo de carne (Barnes, 1987).

Pitágoras reconoció que el alma se hallaba compuesta de tres partes: la razón, la inteligencia y el deseo. La primera es privativa del hombre, mientras las otras dos también las poseen los animales (Baldwin, 1913). En la apreciación de Brett (1912), los preceptos sobre el alma que sustentó Pitágoras son significativos en dos formas distintas pero íntimamente relacionadas: a) por una parte, implica que esa entidad, definitivamente, existe aparte del cuerpo y b) la idea abre el camino a una psicología racional que le confiere un valor independiente al alma sobre la base de consideraciones metafísicas o éticas. Ya en el mundo antiguo, hubo quienes le disputaron la autoría de esta creencia, como el historiador Herodoto por ejemplo, quien la atribuyó a los antiguos egipcios. Pero como quiera que haya sido, no hay dudas que Pitágoras fue su popularizador más relevante y universal. Su concepto fue un paso más en la consolidación del dualismo como constructo, y le agregó elementos nuevos, como esta pervivencia del alma en otras formas de vida, que superaba las concepciones iniciales que habían mantenido Homero y los órficos. Pero habría de sobrevenir otro gran filósofo griego que entregó una de las construcciones intelectuales más elaboradas que se hayan realizado en esa dirección.

Hablamos, por supuesto, de Platón, un autor sobre quien Taylor (1946) afirmaba décadas atrás que con pocos hombres el mundo tiene una deuda mayor. Indudablemente que Platón, junto con su gran mentor Sócrates y su extraordinario alumno Aristóteles, forma la que posiblemente sea la trilogía de maestros y discípulos más reconocida de la historia. Ha habido alguna controversia en torno al nombre verdadero de Platón y algunos sugirieron que su identidad fue, en realidad, Aristocles. El supuesto se encuentra fundamentado en el hecho que el abuelo de Platón por parte del padre se llamaba de igual forma, y es conocida la tradición griega de dar el nombre del abuelo paterno al hijo mayor de la familia. Pero no hay evidencia concluyente que él hubiera sido el de más edad, por lo que Annas (2003) concluye que lo más probable es simplemente que Platón fuera el nombre auténtico. La filosofía platónica es muy ramificada y compleja y aquí no entraremos en la vana presunción de resumirla en su totalidad, pues solo habremos de aludir a los aspectos más significativos y necesarios para nuestro argumento. Hay muchas y evidentes conexiones entre él y Pitágoras, y las opiniones de este último están muy bien desarrolladas en algunos de los diálogos platónicos, principalmente en el Fedon, el Fedro y La República y la concepción matemático-musical que se expone en el Timeo (Kahn, 2001). La continuidad entre las ideas de Pitágoras y las de Platón es indiscutible. Pero Platón fue además un discípulo de Sócrates, cuyas ideas están expresadas asimismo en los diálogos, en los que siempre aparece como el interlocutor principal. Esa misma inseguridad histórica que señaláramos antes con relación a Pitágoras y los datos precisos de su existencia se repiten con Sócrates, pues lo que sabemos de él es cuanto nos ha transmitido Platón, y en muchos casos es más que probable que quien habla en los diálogos en el personaje de Sócrates sea en realidad Platón, poniendo sus ideas en boca de su antiguo y venerado maestro. La Academia que fundó Platón y cuyo nombre es un tributo a su amigo Academo puede verse como una composición mixta de pitagorismo y socratismo (Gómez Robledo, 1974). Pero repasemos las ideas de Platón y lo que estas tienen que aportar al conocimiento psicológico contemporáneo.

Platón introdujo con más fuerza que nadie la doctrina del dualismo, previamente defendida por los pitagóricos. Este dualismo platónico supone dos niveles de realidad: a) El primero es el mundo de las ideas eternas donde habitan las esencias originales de todo cuanto existe, lo mismo los objetos inertes como los seres vivientes que conocemos en nuestra vida y aun los que no llegamos nunca a ver. Todas estas ideas son perfectas, imperecederas e inmutables. A estos moldes los llamó ideas y deben concebirse como algo diferente a cualquier clase de materia primaria física. b) El segundo nivel de realidad es el de los sentidos. Todo lo que percibimos a través de ellos son copias imperfectas de las esencias perfectas, eternas e inmutables que existen en el mundo imperecedero de las ideas. Es decir, Platón pensaba que tenía que haber una realidad escondida detrás de este mundo perceptible y sensorial, y esta coincide con el mundo denominado hiperuranio. Aquí se encuentran las sempiternas e inmutables imágenes modelo, detrás de los distintos fenómenos con los que nos topamos en la naturaleza. Por ejemplo, si es que hay un caballo al cual podemos observar mediante los sentidos, ese animal en realidad es una copia imperfecta de la idea original del caballo perfecto, y esta imagen se encuentra en aquel otro plano de realidad. En su obra La República, Platón (1980) explica la esencia del dualismo a través de una famosísima parábola que es conocida como El mito de la caverna.

Así como Platón dijo que la realidad se halla dividida en dos, el cuerpo humano también. La primera parte constituye el cuerpo físico, que se halla adscripto al mundo de los sentidos. Por definición, este es imperfecto y defectivo. La otra parte es el alma inmortal. Esta pertenece al mundo de las ideas, ya que es eterna, perfecta e inmaterial. Otro concepto fundamental es el innatismo de las ideas. Aquí surge otra de las grandes brechas que se formaron en la historia del pensamiento psicológico. Platón sostuvo que el alma existía en el mundo de las ideas mucho antes de introducirse en el cuerpo humano, lo que efectivamente acontece en la concepción de un niño. Cuando el alma despierta dentro de un individuo biológico, olvida de improviso todos los conocimientos que traía del mundo de las ideas. De este modo, en el momento que alguien ve algo por primera vez, en realidad no está conociendo el objeto, pues el alma ya había condensado previamente una imagen del mismo. Lo que ocurre simplemente es que deviene la producción de un recuerdo. Es decir, cuando vemos por primera vez un elefante, en realidad no estamos aprendiendo que es ese animal en particular es lo que tenemos delante, sino que el alma rememora la idea original del elefante, esto es, retoma el molde perfecto que le preexiste desde mucho antes en el mundo de las ideas. Entonces uno nunca aprende nada, sino que solamente se tienen recuerdos de las cosas que siempre han estado contenidas en el alma. A ello hay que agregar que todos los fenómenos de la naturaleza son solamente sombras de los moldes o ideas eternas. El alma también disfrutaba la condición de la inmortalidad. De acuerdo a la descripción que se hace en el Fedro, el estado de muerte es aquel durante el cual el alma y el cuerpo existen separadamente uno del otro (Bostock, 2001), es decir, se independizan. Conforme a la argumentación platónica, lo que subsiste tras la muerte es una persona, de lo cual se infiere también que el alma conserva sus características psicológicas intactas. Lo que ocurre con el cuerpo, obvio es decirlo, es la completa descomposición y disgregación. De él, es poco menos que indigno ocuparse.

A la importante y fundamental concepción del dualismo se agrega en este punto otra igualmente trascendental e influyente, la del innatismo, que también ha sido llamada en ocasiones nativismo. Cualquier psicólogo que esté considerando la posibilidad que en la mente se hallen presentes ideas que no dependen de la experiencia se encuentra revitalizando la antigua idea innatista de Platón. La visión que se ha hecho más común y frecuente en la cultura occidental es aquélla que retrata el alma como una entidad simple, no cambiable, inmaterial y divina, que es la que se halla contenida en el Fedon. Pero los conceptos de Platón respecto al alma también siguieron su propia evolución, y en algunos casos incluso se complejizaron para abarcar otros problemas que no habían sido meditados en las versiones iniciales. Como señalan Lagerlund & Sihvola (2014) esto se verifica, por ejemplo, cuando Platón discute cuestiones atinentes a la salud y la enfermedad, respecto a las cuales abraza una perspectiva más monista del problema, así como en su conocida división del alma que introdujo en La Republica (Platón, 1980) y que diversificaba a esta entre un alma intelectiva, una irascible y otra concupiscible. La elaboración intelectual de estos elementos fue lenta y gradual, lo mismo que su presentación y descripción, que van emergiendo ordenada y sistemáticamente a medida que se progresa en la lectura del libro (Ferrari, 2007). Es bien conocido que la categorización de estas tres almas de Platón ejerció influjos que se extendieron muchos siglos por delante, una de cuyas expresiones modernas más conocidas es la partición del aparato psíquico de Sigmund Freud (1856-1939), fundador del psicoanálisis, donde resuenan ecos platónicos más que perceptibles en su división entre el ello, el yo y el super-yo (Freud, 1923/1981). Platón fue también uno de los primeros en hacer alusiones claras a la inteligencia, a la que comparó con bloques de cera, los cuales difieren en su tamaño, dureza, humedad y pureza. Una persona cuyo bloque pudiera ser de mayor solidez o más suave y fangoso y hasta impuro podría sufrir de algún déficit intelectual (Cianciolo & Sternberg, 2004).

Tras un baluarte inmenso del pensamiento como fue Platón, siguió otro no menos grande y respetado: Aristóteles, quien probablemente haya sido el primero en la historia en escribir sistemáticamente sobre temas psicológicos (Wertheimer, 2012). Pero a diferencia de su maestro, Aristóteles cambió la orientación del dualismo para acceder a una concepción de tipo monista. Una teoría de estas características sostiene que hay una única realidad básica en el universo, y en esto se contrapone diametralmente al dualismo, que tradicionalmente admite dos: el alma y el cuerpo. Por lo general, esta sustancia única es la materia. El monismo griego se había iniciado ya con algunos de los autores que pertenecen a la era presocrática, quienes, en diversas medidas, sostenían la vigencia de una sola realidad o un único arkhé en el cosmos, esto es, el elemento básico, primordial y rector del que estaban formadas todas las cosas existentes. Es cierto que Aristóteles discrepó de varios de los puntos de vista sostenidos por Platón, especialmente en lo que respecta a sus interpretaciones sobre la naturaleza del alma. Y también es verdad que, pese a la utilización que hizo de esta noción y haber considerado la naturaleza de los organismos biológicos en una forma que a primera vista podría incluso sugerir otra forma de dualismo, lo cierto es que elaboró una combinación en la cual ambos factores coexisten como aspectos complementarios de la misma realidad. Es decir, no se concibe la existencia de uno sin el otro, pues son indisolubles. De esta manera, mientras los pitagóricos y Platón concibieron el alma como un componente separable del cuerpo, para Aristóteles ambos no son entidades completamente diversas, sino dos elementos inseparables y coexistentes de una sustancia única. Por lo tanto, el alma no podría nunca existir con independencia del cuerpo (Brun, 1963). En esto, las distancias con el concepto de Platón son monumentales. Leahey (1998) ha sostenido incluso que las discordancias entre los dos filósofos se notan no solo en sus respectivos caracteres personales, sino también en la forma como concibieron su trabajo. Aristóteles llegó a establecer un sistema de pensamiento mucho más articulado y sistemático que el de Platón, al tiempo que en su trabajo demostró ser un verdadero científico, cuya filosofía estuvo siempre basada en la biología. Los fenómenos superiores de la vida mental se incluyen entre las actividades vitales. Por eso opina Hammond (1902) que Aristóteles se acercó a la psicología desde el punto de vista de la biología. Atento a la observación cuidadosa de la naturaleza, jamás hubiera congeniado con el racionalismo platónico. Estas diferencias tan importantes no deben ser subestimadas al momento de analizar comparativamente la obra de ambos.

La perspectiva de Aristóteles respecto del alma, y por ende su importancia para la psicología, no puede ser comprendida sin una alusión, aunque sea sintética, a su sistema metafísico. En De Anima, Aristóteles (1969) sometió a una minuciosa crítica varias de las concepciones más importantes sobre el alma que otros autores griegos habían mantenido con anterioridad a su propio trabajo, especialmente Demócrito (460-370 a.C.), Leucipo (460-370 a.C.), Anaxágoras (500-428 a.C.), Empédocles (495/430 a.C.), Tales (624-546 a.C.), Diógenes (412-323 a.C.), Heráclito (535-475 a.C.), los pitagóricos y Platón por supuesto. A ninguna de ellas las encuentra plenamente satisfactorias. Atribuyó las deficiencias al supuesto de que había tan solo una función para el alma, cuando su opinión era que los sistemas biológicos existían en diversos grados de complejidad y para cada función esencial debía tener una psyche correspondiente (Robinson, 1995). La concepción de Aristóteles encuentra su base en la afirmación de que la sustancia es coincidente, en primer término, con la materia, y en segundo, con la figura y la forma. La materia tiene la potencia, en tanto la forma es lo que Aristóteles denominó una entelequia, esto es, lo contrario pero a la vez complementario a la potencialidad. Se refiere a tener el fin en sí mismo, es decir, la capacidad de la cosa por trabajar y lograr algo que es la consecución de un fin intrínseco a la cosa misma. Así puede alcanzar la suma de todo lo que puede lograr, o sea de su potencialidad de hecho, hasta lograr la perfección. La entelequia es también el ejercicio del conocimiento. Los cuerpos son sustancias y una cualidad inherente a los seres orgánicos es que poseen en sí la capacidad de la vida, para lo cual cumplen las funciones de nutrirse y crecer, que constituyen procesos biológicos esenciales. Desde luego, diferenciamos entre cuerpos naturales animados e inanimados, pero aquellos que poseen vida también se hallan dotados de materia y forma, es decir, poseen una sustancia compuesta. En este caso, lo que llamamos alma es la entelequia de un cuerpo animado. Ella corresponde siempre a un cuerpo natural organizado y que acarrea la vida en potencia (Aristóteles, 1969).

Por consiguiente, al hablar de la sustancia, debemos referirnos también a los accidentes. Estos últimos, que abarcan los aspectos contingentes, pueden variar sin que la sustancia tenga que experimentar mutabilidad al mismo tiempo. Aristóteles los denominó cambios accidentales para diferenciarlos de los cambios sustanciales, que solo pueden darse por efecto de la generación o por corrupción. Las cosas, por consiguiente, poseen cualidades que son variaciones accidentales, y las mismas están relacionadas a los objetos sin que ello implique la necesidad de alterar la sustancia en sí. Por ejemplo, el bolígrafo con el que escribimos podría estar cargado con tinta azul, negra o verde, sin cambiar de sustancia. Las paredes pueden pintarse de blanco, amarillo, celeste o cualquier otro color estéticamente decorativo sin que la sustancia sufra modificaciones. Conocemos las cosas, fundamentalmente, a través de sus cualidades accidentales. Está claro entonces que la sustancia y los accidentes no pueden separarse, se hallan unidos por su propia existencia. Podría pensarse, al menos hipotéticamente, que las diferentes cualidades accidentales de una cosa, como el color, olor, sabor, tamaño, peso, textura, etcétera, logran ser eliminadas del objeto y aun así nos quedaría, al menos en teoría, la sustancia abstracta que les subyace. No obstante, esto resulta demasiado inconcreto como para esperar verlo alguna vez en la realidad. Sin embargo, el concepto es fundamental. Nos permite vislumbrar, ni más ni menos, el sentido real que encierra el monismo aristotélico. Es posible notar claramente que las cualidades que informan la sustancia, como los accidentes en los objetos inanimados, o el alma en los animados, son inseparables entre sí. Aristóteles, al formular estos preceptos, estaba abriendo otra profunda brecha en el pensamiento psicológico, una que establecería el más importante contrapunto al dualismo prevaleciente hasta ese momento, y que con los años también abriría una puerta para el desarrollo filosófico del materialismo, también de gran influjo en la psicología posterior. Sin embargo, hay que ser muy claros en que Aristóteles no era materialista. La forma y la materia se relacionan entre sí en una forma que puede sugerir armonía. No obstante, la forma precede a la materia, que suministra los medios y corresponde a la potencia, como hemos apuntado. La posición del filósofo griego distaba de reducir el alma a una simple variable del funcionamiento corporal, lo que de haber ocurrido sí habría hecho de Aristóteles un auténtico materialista (Moreau, 1972).

Hay otros aspectos de las múltiples investigaciones del filósofo griego que son de gran importancia para la psicología e igualmente señalan brechas profundas en el pensamiento. La psyche o alma es el principio definitorio de la vida. Pero los elementos materiales no tienen psyche, la cual no está presente a menos que se posean las facultades básicas de la nutrición y la reproducción, que caracterizan las operaciones elementales de los metabolismos biológicos. Las plantas subsisten a este nivel. Y es de acuerdo a este principio ascendente que Aristóteles construyó su scala naturae, en que los escalones más elevados se distinguen por la adición paulatina de otras funciones del alma. Así desarrolla una concepción jerárquica de los cuerpos naturales, donde los elementos simples son los principios materiales últimos para todos los cuerpos materiales, y el mundo natural resulta en la totalidad de todos los objetos naturales existentes (Falcon, 2005). Con los animales se agregan las funciones de la sensación, aunque no todos ellos están dotados de los cinco sentidos (visión, audición, olfato, gusto y tacto), los cuales, dicho sea de paso, también fueron clarificados por Aristóteles. El hombre disfruta de todas estas funciones, a las que también se agregan la imaginación o fantasía y la razón. Algunas de estas también existen en los animales, aunque en formas muy rudimentarias (Furley, 1999).

En este contexto es importante diferenciar entre los sentidos y el intelecto. Los primeros son especializados y cada uno de ellos recibe solamente los sensibles específicos del mundo, mientras que el intelecto es universal y recibe todos los inteligibles. Aristóteles consideraba a las creencias, es decir, a los juicios fácticos y evaluativos, como esenciales para las respuestas emocionales en cuanto causas eficientes (Fortenbaugh, 2006). También señaló que el intelecto es semejante a una tabla en la que nada hay escrito. Esta metáfora, que después reaparecerá como contenido central en la obra del británico John Locke (1632-1704), no era para Aristóteles una pura pasividad, que sin embargo fue el punto de vista predominante en el siglo XVII. El intelecto, para el filósofo griego, era una aptitud de naturaleza universal, excluyendo por completo la inercia (Moreau, 1972). Aquí vemos las diferencias fundamentales de Aristóteles con Pitágoras y Platón. No solamente superó la idea del alma incorpórea que se libera de todas sus ataduras físicas y está destinada finalmente a una existencia en total libertad (Armstrong, 1993), sino que también descartó cualquier apelativo a las ideas innatas y colocó en primer plano los procesos del aprendizaje y la experiencia. Esta otra brecha, como forma de analizar una parte esencial en la causalidad del comportamiento, tendría una considerable influencia posterior.

Los cambios que sobrevinieron a la expansión del poderío militar de Alejandro Magno (356-323 a.C.) y la consiguiente pérdida de la autonomía política para las ciudades griegas afectaron profundamente el carácter esencial que presentaba su filosofía. Dos décadas tras la muerte de Alejandro, el antiguo dominio monopólico del poder dejó paso a una aguda inestabilidad social, pues los generales y sucesores del viejo orden se disputaban ahora el control absoluto del imperio (Brun, 1962). La etapa de mayor tranquilidad y orden se había perdido e incluso, en ciertos casos, una creciente anarquía se había posicionado. La filosofía griega también sufrió de las disputas que se engendraron al interior de las diferentes escuelas socráticas y su apogeo previo igualmente toca a su fin. Como reflejo de la situación, los filósofos abandonan la búsqueda de los grandes sistemas cosmológicos que intentaban explicar el mundo y, como generalmente ocurre en épocas de crisis, se replegaron hacia una reflexión más subjetiva y de tipo moralizante. La filosofía ingresa al mundo cerrado e íntimo de la sensibilidad (Merani, 1982). En este ambiente surgen el estoicismo y el epicureísmo, dos corrientes griegas rivales que también habrían de tener una considerable expansión en Roma. La escuela estoica fue establecida sobre las enseñanzas del filósofo chipriota Zenón de Citio (336-265 a.C.), también llamado El Estoico y el escritor y político romano Lucio Anneo Seneca (4-65), entre otros grandes exponentes. Los estoicos creían en la inmortalidad del alma y para ellos la vida debía conducirse de acuerdo a la práctica de la virtud, que consistía en una actitud denominada ataraxia, en otras palabras, la disposición del ánimo para una resistencia incólume a todas las adversidades, por duras que estas fuesen. Mediante su práctica consideraron que era posible alcanzar el equilibrio mental y la felicidad. En el aspecto estrictamente psicológico, los estoicos conservaron una división que mucho recuerda a la realizada por Aristóteles sobre las partes del alma: nutritiva, sensitiva e intelectiva. Para los estoicos, la partición también es triple y abarca cuerpo, alma y razón. Las sensaciones pertenecen al cuerpo, los impulsos o apetitos al alma y los principios, a la razón (Barth, 1930).

Los epicúreos se basaron en las enseñanzas de Epicuro de Samos (341-270 a.C.), quien fue el principal autor de la escuela conocida como epicureísmo. Él y sus seguidores desarrollaron una filosofía sustentada en el disfrute del placer racional, que significa ejercido con prudencia y moderación, pues de lo contrario el exceso es capaz de generar situaciones que dejarían de ser placenteras. Criticaba tanto la completa abstinencia de placeres, característica resaltante del estoicismo, así como el absoluto desenfreno. Los epicúreos creían que el hombre sobre todo desea ser feliz, pero que es el deseo y el temor los que interponen trabas a la consecución de su bienestar. El deseo porque es infinito y el temor, porque turba la paz interna del alma (Festugière, 1960). De acuerdo a la reconstrucción del epicureísmo que nos legó el historiador griego Diógenes Laercio, que vivió en el siglo III de nuestra era, diferenciaban dos formas de expresión emocional o pathê: el placer o hêdonê y el dolor o algêdôn, el primero perteneciente a uno mismo y el segundo ligado a lo que es externo al individuo (Konstan, 2008). De esta distinción proviene la importancia fundamental otorgada al placer que es característica de los epicúreos.

En su cotidianeidad llevaban vidas sencillas y los goces que buscaban eran igual de simples y para nada rebuscados. La amistad, por ejemplo, era uno de los placeres más apreciados (Hergenhahn & Henley, 2013). Eran materialistas, es decir, no creían en una vida de ultratumba, por lo que se comprendía perfectamente su máxima de comamos y bebamos que mañana moriremos. Para ellos, el alma era una sustancia corporal formada por átomos extremadamente finos y sutiles, que son aliados en la naturaleza con el aire y el fuego y se difunden por todo el cuerpo (Rand, 1912). Con la muerte, los átomos se dispersan en una infinidad de direcciones posibles. Lo que pensaba Epicuro lo conocemos principalmente a través de la obra De la naturaleza de las cosas del escritor latino Lucrecio (99 a.C.-55) ya que, por desagracia, muy poco de sus escritos se conserva. A más de centrar la búsqueda del placer como el principal elemento motivador humano, ellos también enfatizaron que las experiencias se adquieren a través de las sensaciones y se conservan por el desarrollo y consolidación de la memoria, adelantándose a las ideas empiristas que retornaron en el siglo XVII (Hothersall, 1997). Así, aunque los estoicos y los epicúreos no abrieron brechas tan profundas como los autores previamente analizados, también dejaron sus influencias bien reconocibles en la psicología, principalmente en la fuerza del placer como un motivador para el comportamiento. Nos permitiremos ahora un salto de veinte siglos a lo largo de las primeras centurias del cristianismo y la Edad Media para adentrarnos de lleno en la etapa renacentista, y encontrar allí algunos otros determinantes de la psicología contemporánea.

Reafirmaciones y algunas nuevas brechas en la filosofía moderna

El Renacimiento trajo aparejados innúmeros cambios en la vida humana que se manifestaban en todos los órdenes imaginables. En ese tiempo se emprendieron las grandes exploraciones ultramarinas, el incentivo del comercio de Europa con el resto del mundo conocido, la consolidación de las monarquías absolutistas, la relajación si bien no la desaparición del cristianismo dogmático en la vida diaria de las personas, el nacimiento de la Reforma protestante en 1520 de la mano de Martín Lutero (1483-1546) y las respuestas que intentó el catolicismo como la fundación en 1534 de la Compañía de Jesús por Ignacio de Loyola (1491-1556). El arte y la investigación científica también renacen. El astrónomo danés Nicolás Copérnico (1473-1543) estableció la teoría heliocéntrica para suplantar al antiguo y erróneo sistema geocéntrico del astrónomo greco-egipcio Claudio Ptolomeo (100-170), que situaba a la Tierra como el centro del universo. Galileo Galilei (1564-1642) hizo importantes avances en la observación astronómica y el médico inglés William Harvey (1578-1657) descubrió la circulación de la sangre gracias al bombeo del corazón. El cambio en los referentes externos, tanto a nivel religioso, como cultural y político, una esfera donde las turbulencias eran particularmente frecuentes, llevaron a que el sentimiento de la incerteza fuera una de las características dominantes en los ciudadanos de los siglos XVI y XVII. La obra de muchos pensadores de la época es precisamente un esfuerzo por arribar a nuevas certezas. En este contexto, los hombres dedicados a la investigación dejaron de lado las hormas del pensamiento cristiano para retomar los modelos clásicos griegos y latinos. La ciencia y la filosofía acusan cambios radicales y surgen nuevos referentes para ambas.

René Descartes (1596-1650) es uno de ellos. Matemático, fisiólogo y filósofo, nació en Francia y estudió en el mejor colegio que los jesuitas disponían en su época. Mostró una inclinación hacia los estudios filosóficos desde temprano en su vida y fue autor de una obra monumental e influyente. Pero la intolerancia con las heterogeneidades ideológicas e incluso algunas sospechas infundadas de ateísmo, muy peligrosas de recibir en esos días, le obligaron a viajar por varios países europeos hasta asilarse finalmente en Holanda, verdadero refugio de intelectuales perseguidos, durante largos veinte años. Los retornos a su Francia natal fueron solo esporádicos durante ese período. Su fama como pensador creció enormemente y sin pausas durante ese tiempo e hizo que recibiera una invitación de la Reina Cristina de Suecia en marzo de 1949 para viajar a ese país nórdico y convertirse en su instructor personal de Filosofía y Matemáticas. La reina deseaba saber cómo podía vivir feliz y sin molestar a Dios, y Descartes parecía el más indicado para enseñárselo (Hothersall, 1997). Aunque tuvo algunas dudas iniciales para aceptar la convocatoria e incluso se afirma que intuyó su posible muerte, la invitación tenía la misma contundencia que el barco de guerra que la soberana envió para transportarlo. Era una época en que no podía decirse tan fácilmente que no a una reina. Sin embargo, esta aventura tuvo un altísimo costo pues habría de costarle la vida. Y es que Descartes, habituado al ambiente templado y agradable del sur de Europa, no sobrevivió al gélido e inclemente invierno sueco, desarrollando una grave y fatal neumonía (Gombay, 2007). Allí murió en 1650.

Aunque los aportes que realizó Descartes a la psicología fueron notorios, él debe ser visto primero que nada como un filósofo interesado en ubicar el conocimiento sobre un fundamento seguro y a partir de ese cimiento edificar un discernimiento claro sobre cómo había operado la creación, incluyendo en ella las dimensiones concernientes al alma y el cuerpo (Pickren & Rutherford, 2010). Es por ello que fue pionero de muchas formas diferentes, una de ellas en la creación del racionalismo, que habría de constituirse en una de las orientaciones filosóficas de mayor predicamento en el pensamiento de la época. Su estudio concienzudo de los sistemas filosóficos establecidos con anterioridad le condujo a experimentar una comprensible desazón motivada por las inacabables controversias que surgían entre los distintos filósofos y que transmitía la impresión de que un acuerdo entre ellos no era posible. Frente a esta interminable fuente de discordias, Descartes contemplaba el progreso acumulativo de la ciencia, donde los esfuerzos, grandes o pequeños de los investigadores, parecían ir construyéndose siempre sobre los avances y logros de los demás. Era una forma muy inteligente de alcanzar el conocimiento y valía la pena imitarla. El avance de la ciencia se producía de una forma plenamente constructiva, a diferencia del pensamiento filosófico, donde cada autor nuevo que aparecía comenzaba desarticulando las conclusiones de los demás, haciendo una evaluación drástica, y comenzando de nuevo.

Descartes razonó que la situación habría de remediarse buscando algún punto de certeza que fuera lo suficientemente obvio y evidente como para que nadie más pudiera poner las conclusiones en entredicho. Así, tras mucho buscar, alcanzó aquella famosa frase que reza cogito, ergo, sum, o lo que es decir, pienso, luego, existo. A Descartes le pareció un descubrimiento muy importante y significativo, pues por muy divergentes que pudieran ser las opiniones de sus colegas, nadie pondría en duda que el pensamiento individual aflora como una certeza inmediata de la existencia, así como el ejercicio de la duda, que era su principal instrumento metodológico. Los seres inanimados no piensan, y los muertos tampoco. Sobre esta base, sería posible alcanzar otras certezas indubitables. Una de ellas era la existencia de un ser perfecto, o Dios, que suponía presente en la conciencia humana, y además de una forma innata. Esa idea, además, no podría emanar de un ser imperfecto. La idea del ser perfecto, por consiguiente, tenía que venir de ese mismo ser, no de algún ente inferior. Era el primer paso para reivindicar la existencia de las ideas innatas en la mente del hombre, un discurso que repetía, para nuevos oídos, los acordes lejanos de Pitágoras y Platón.

La única fuente de conocimiento certero, entonces, es la razón, de allí el nombre de racionalismo. En su opinión, los sentidos no eran enteramente de fiar, aunque la razón sí y siempre, además. Descartes distinguió dos formas alternas de realidad: la primera que es el pensamiento, la conciencia o el alma, que fue llamada res cogitans, de la que se asume principalmente la condición de la inmaterialidad o la inextension espacial; la otra es la dimensión material, corporal y biológica, que es denominada res extensa. La materia ocupa un lugar en el espacio y puede dividirse en partes cada vez más pequeñas, lo que no ocurre con el pensamiento o la conciencia. Para Descartes se trataba de dos ámbitos ontológicos verdaderamente distintos y no simplemente coexistentes, una concepción a la que Rozemond (1998) se ha referido como el argumento de la distinción real. Los dos aspectos conviven en el ser humano de forma que el alma insufla toda la actividad consciente, los pensamientos y el raciocinio. Esto llevó a Descartes a suponer que los cuerpos biológicos en realidad poseen autonomía, que pueden existir y cumplir sus funciones con prescindencia de los procesos superiores y sin la necesidad de raciocinio alguno. Tal la mirada que tenía Descartes sobre los animales, que carecen de todo principio mental y cuya subsistencia es un producto único de los automatismos físicos, aunque estos puedan llegar a ser muy complejos. En otras palabras, los animales son puras máquinas reflejas. Conforme a esta percepción del comportamiento, la naturaleza actúa como una maquinaria o aparato muy preciso. Hablamos aquí de otra brecha central para la psicología, la del mecanicismo. Esta visión, conforme al punto de vista de Descartes, se aplica solo a la res extensa. El cuerpo humano, como todos los otros organismos naturales, es solo una sustancia extensa con capacidad de movimiento. De este modo, todos los fenómenos que no son pensamientos conscientes atribuibles a la mente son tipos de actividad (Mercier, 1918).

Los cuerpos humanos también somos entidades cuyo funcionamiento se produciría con entera autonomía, a menos que en su actividad interviniera el alma. Así pensaba Descartes que ocurría de hecho. Es decir, los animales solo son res extensa, pero en los humanos también se halla presente la res cogitans. Y es la existencia de esta lo que define nuestra humanidad, por lo que el hombre es primero que nada pensamiento y raciocinio, incluso en prescindencia de las emociones, más cercanas a las expresiones corporales. Eso es lo que Damasio (1994) sentenció como el error de Descartes, un “error” que, a decir verdad, se encuentra en la base de muchas concepciones posteriores. Estos puntos de vista, además, nos hacen ver que el celebrado autor francés ha sido un repetidor, e incluso un profundizador, de la opinión profesada antes por Pitágoras y Platón, algo que en el caso específico de Descartes fue conocido como dualismo psico-fisico. En este punto exacto es donde emerge el fantasma en la máquina, la conocida expresión con que el filósofo Gilbert Ryle (1900-1976) caracterizó el pensamiento cartesiano (Ryle, 1949). Esta presunta relación de las dos substancias, sin embargo, no satisfizo enteramente a todos. Incluso en vida de Descartes algunas personalidades sobresalientes como el astrónomo y matemático Pierre Gassendi (1592-1655) cuestionaron la falta de explicación convincente para un mecanismo que lograra dilucidar los contactos del alma con el cuerpo. Gassendi afirmó que la mente no podría causar ninguna clase de movimiento sobre el cuerpo, pues no quedaba claro de qué forma esta habría de actuar sobre los espíritus del cuerpo. Sin embargo, Skirry (2005) es de la opinión que Descartes nunca tomó el asunto seriamente, y es probable que por este motivo nunca buscara ensayar una explicación más elaborada y consistente. La noción de la mente como una entidad auto-contenida, completamente transparente a sí misma y solo accidentalmente conectada a las cosas fuera de ella, es la imagen que nos ha legado la filosofía cartesiana (Brown, 2006). Las publicaciones en las que Descartes abundó en el problema de las pasiones aparecieron en una fecha aparentemente muy tardía de su carrera, pues no alcanzaron a ver la luz sino hasta 1649, apenas un año antes de su muerte. Sin embargo, constituyen un interés radicado desde un periodo muy anterior de su vida y forman una parte esencial en la teorización del dualismo psico-fisico (Clarke, 2003).

En realidad, Descartes no permaneció en la mera formulación teórica de las características inherentes a la res extensa, también emprendió investigaciones fisiológicas para entender de mejor manera cómo funcionaba el cuerpo. De allí proviene su teoría fisiológica, que aunque tuvo algunos puntos erróneos, también representó un avance importante en la formulación del principio cardinal de los reflejos. Para sopesar y valorar adecuadamente el significado de las teorías fisiológicas de Descartes no deben perderse de vista las grandes limitaciones con que debieron trabajar los investigadores del siglo XVII, que no contaban aun con muchos de los instrumentos y facilidades que los fisiólogos actuales dan por asumidos, como el microscopio, los rayos x, la ecografía y otros elementos auxiliares de la medicina moderna, que aún no se habían inventado por entonces (Bitbol-Hespériès, 2000). Pero como el cuerpo humano era una pieza mecánica cuyo funcionamiento se daba por medio de reflejos, entonces era de suyo muy importante entender de qué manera operan estos y las relaciones con sus mecanismos básicos. Como se sabe, un reflejo es una reacción automática de un organismo que no involucra la intervención de la voluntad, sino de movimientos involuntarios. Al igual que otros fisiólogos de su época, Descartes realizó algunas disecciones para explorar en mejor forma estos fenómenos. Así pudo distinguir muy bien la estructura y función de los nervios, aunque no pudo llegar a visualizar la forma precisa de la estructura real de estos. Por lo tanto, supuso que eran huecos. Tampoco tuvo una idea clara sobre las funciones del impulso nervioso, de modo que especuló que a través de los nervios se desplazaban unos espíritus animales, que se movían por el cuerpo produciendo el movimiento de las extremidades y las diversas partes del cuerpo. Así, el contraer una mano o mover las piernas para caminar era simplemente una acción de estos espíritus. Descartes (1946) creía que mientras estemos con vida radica en el corazón un calor continuo que es alimentado por la sangre de las venas, y que ese fuego es el principio corporal para todos los movimientos que realiza nuestro organismo. Ahora bien, lo que Descartes (1963) denominaba las partes más vivas y sutiles de la sangre ingresan de manera continua hacia las cavidades del cerebro, ya que todo el flujo sanguíneo que sale del corazón asciende hasta ese órgano por vía de la gran arteria. Pero como los conductos al mismo tiempo son muy estrechos, solo ingresan las partes más agitadas y sutiles, y ellas son las que verdaderamente componen los espíritus animales. Estos, finalmente, no son sino cuerpos muy pequeños y rápidos que se mueven accediendo continuamente a la masa encefálica y dejando escapar otros semejantes por las aberturas de los poros cerebrales, para luego dirigirse a los nervios y de aquí directamente a los músculos, generando de esta manera todos los movimientos corporales.

Todo esto ejemplificaba, al mismo tiempo, la interacción entre el alma y el cuerpo, punto capital del dualismo cartesiano. En algún momento debió responder a la insistente pregunta de la gente sobre el punto en que se unían ambos, y como tampoco lo sabía con seguridad, esbozó una respuesta tentativa diciendo que la juntura se daba en la glándula pineal. Sus contemporáneos parecen haber quedado conformes con la explicación, aunque Descartes debe haber sabido siempre que no era la auténtica respuesta. Pero ya había aportado para entonces otro concepto psicológico de extraordinaria importancia, el de los reflejos como unidades de comportamiento. Una más de nuestras brechas en el pensamiento. Estos puntos de vista, desde luego, tuvieron consecuencias significativas. Algunos quisieron llevar las conclusiones más lejos que Descartes mismo. El punto más extremo en la formulación de estos postulados lo dio otro filósofo francés, Julien Offray de La Mettrie (1709-1751), que en 1748 escribió un controversial libro titulado El hombre máquina (La Mettrie, 1748/1865). El, que no tenía el mismo perfil de personalidad moderado que distinguió a Descartes, sino que era mucho más confrontador y algo burlesco inclusive, arrastró la discusión hasta su máximo nivel: el hombre era una máquina y el pensamiento humano el resultado único de la materia organizada en su nivel más elevado. De esta forma, era también el mejor producto posible que podía sustentar la complejidad de la estructura material. La Mettrie tuvo que sufrir incómodas persecuciones por sus ideas, y fue expulsada tanto de Francia como de Holanda. Obtuvo refugio en el marco del despotismo ilustrado de Federico II de Prusia (1712-1786). Con La Mettrie, el materialismo y el ateísmo se consolidan para adquirir las características reales de una doctrina (Merani, 1982). El círculo, finalmente, se había completado.

Los franceses y los británicos rivalizaron durante siglos por el liderazgo cultural en Europa. Por ello no es extraño que haya sido un inglés el que impuso el contrapunto más sonoro al dualismo cartesiano. Ese hombre era John Locke (1632-1704). Personalidad de acomodada posición económica, tuvo la particularidad de haber iniciado sus trabajos a una edad relativamente madura en comparación con otros escritores y creativos, que habitualmente comienzan su producción muy jóvenes. No obstante, los puntos de vista que sustentó fueron muy revolucionarios. Locke ocupa una posición de referencia en la evolución del pensamiento, habiendo promovido una de las primeras concepciones liberales en la filosofía política (Ivison, 2003). Sentía una gran admiración hacia la persona y la ciencia de Isaac Newton (1642-1727), de quien se hizo amigo en 1689 y se propuso convertirse en un trabajador subordinado a la ciencia newtoniana (Greenwood, 2009). Expuso sus ideas en un libro muy importante publicado en 1690 y titulado Ensayo sobre el entendimiento humano (An essay concerning human understanding) (Locke, 1690/1825), en donde presentó los preceptos centrales del empirismo, la nueva teoría filosófica que propugnó. Esta obra fue conceptuada por Villa (1903) como el primer intento para un estudio científico auténtico sobre los procesos mentales. Locke desestimó por completo cualquier posibilidad de que el ser humano estuviera provisto de ideas innatas al momento de nacer. Por el contrario, razonó que la mente era una tabula rasa, esto es, un pizarrón en blanco, totalmente vacío en ese instante, y en el que el contacto con los eventos posteriores iría anotando lentamente cuanto en él se escribiese. En sus relaciones con el mundo, el individuo absorbe las cualidades perceptibles de las cosas a través de los sentidos que lo conectan con el mundo externo y los eventos en él producidos.

La sensación es la principal fuente para la adquisición de las ideas. Todas las asimilaciones realizadas desde el exterior y que ingresan a la mente a través de los sentidos son las experiencias a las que continuamente se halla expuesto el individuo, y por lo tanto constituyen las vías para el conocimiento del mundo. De allí el nombre que se ha reservado para la escuela de Locke, el empirismo. Todo el dinamismo involucrado en la construcción de los aprendizajes se deriva de estos vínculos con la realidad externa, asimilando tanto contenidos como procesos. Entonces, las representaciones del mundo se forman como resultado de la experiencia y no de la razón. Locke insistía en que el conocimiento se halla fundamentado y a la vez se deriva de los sentidos, o algo concurrente a ellos, que se denomina sensación (Malone, 2009). Es así que resulta muy típica la afirmación de Locke de que nada hay en el entendimiento que antes no haya estado en los sentidos. La reflexión, al mismo tiempo, puede llegar a combinarse exitosamente con la sensación para dar origen a otras ideas diferentes y permitirnos acceder a una experiencia directa de nuestros propios procesos mentales, como ocurre con la percepción, el pensamiento y la memoria. Recuperando la antigua aproximación aristotélica, el autor inglés no solo relanzó esa orientación sino que le confirió una nueva y consistente elaboración. Con Locke, la tendencia empirista se convierte en otra de las grandes brechas para la psicología, pero no es el único aporte que él nos dejaría. Igualmente se encuentra otro importante factor implicado en su teoría del conocimiento.

Locke también acuñó el concepto de asociación de ideas, que condujo al desarrollo de la aproximación conocida como asociacionismo. La discusión sobre este particular se incluyó por primera vez en la cuarta edición del Ensayo, publicada en 1700 (Warren, 1921). Allí se afirmaba que algunas ideas guardan una correspondencia natural y de conexión con otras. Precisamente, este es el trabajo principal que ejecuta la mente: rastrear y mantener juntas las ideas para sostener dicha unión en la práctica, esto es, buscándolas con la finalidad de conservarlas unidas y recordando que el enlace entre ellas se fundamenta en su forma de ser particular. Al mismo tiempo, hay otra clase de conexión que se debe a la casualidad o la costumbre. Algunas ideas que en sí mismas no tienen ninguna familiaridad o parentesco llegan a estar tan acopladas en la mente de algunos hombres que resultan muy difíciles de separar. Se presentan siempre en una compañía mutua, inseparables, y además se atraen mutuamente cuando surgen en el pensamiento. Las ideas se dividen en simples y complejas. Las primeras se obtienen directamente a través de la experiencia, es decir a través de la sensación, y son como los átomos de la percepción, lo cual significa que todo el resto de los componentes del conocimiento se estructuran sobre ellos. Las ideas complejas, si bien provienen igualmente de la experiencia al igual que todas las demás aprehensiones sensoriales, se originan en la combinación que hace la mente de las ideas simples. De aquí surgen conceptos como la belleza, así como la combinación de las múltiples cualidades de un objeto que por ejemplo se consiguen cuando una persona está degustando un sabroso platillo culinario y logra tener una impresión completa sobre él. Las ideas complejas son de tres clases: de modos, de sustancias y de relaciones. La formulación por Locke de la doctrina del asociacionismo ejerció una profunda y duradera influencia sobre la psicología, incluyendo la moderna teoría del aprendizaje y es, junto con el empirismo, otra de las grandes brechas intelectuales que la filosofía produjo en la historia del pensamiento psicológico.

Los posicionamientos en apariencia irreconciliables que se abrieron entre el racionalismo y la corriente empírica sembraron en muchas inteligencias la impresión que estas dos direcciones del pensamiento no llegarían nunca a un punto común de entendimiento. Pero, como la experiencia posterior demostró, no habría de ser así necesariamente. La filosofía tan solo aguardaba al hombre de genio que lograse acertar con la solución adecuada que pusiera fin a las disputas. Este sitial, para muchos autores, lo ocupó Immanuel Kant (1724-1804). Como señalara Brett (1921), los trabajos de Kant corresponden, con respecto al tiempo, al último cuarto del siglo XVIII, pero en su significado y efectos, pertenece al siglo XIX y el XX. En los inicios de su carrera, Kant fue un cercano seguidor de las ideas de Gottfried Leibniz (1646/1716) y Christian Wolff. Este último es el filósofo alemán a quien identificamos previamente como uno de los primeros usuarios del término psicología. Pero tras la lectura del Tratado de la naturaleza humana del filósofo escocés David Hume (1711-1776) (Hume, 1739/1984), Kant adoptó su actitud escéptica e inició la construcción de un enfoque propio. Es lo que se conoce como la etapa crítica en el desarrollo de la obra kantiana. Esta resultó muy amplia, profunda y densa, y aunque el autor nunca se hubo alejado más de cincuenta kilómetros de su pequeña ciudad de Königsberg, capital de la Prusia Oriental, sus ideas alcanzaron amplia difusión universal. En lo personal, Kant es el prototipo del filósofo retraído y apartado que rehúye las mieles de la fama. Una vez que comenzó a hacerse conocido por sus libros y era cada vez más requerido por la gente, se agudizó su vida enclaustrada. Y aunque escribió profusamente, para nuestros propósitos la obra fundamental es la Critica de la Razón Pura (Kant, 1787/1965), cuya primera edición salió a la venta en 1781, y una segunda edición corregida en 1787. Aunque contiene un argumento amplio, sumamente complejo y detallado, procuraremos resumir en pocas palabras lo que fue esta crucial aportación.

Kant enfrentó el reto mayor de conciliar las divergencias que permanecían entre el racionalismo y el empirismo, aplicando su estrategia de la crítica y haciendo una evaluación rigurosa de ambos enfoques. Para comenzar, reconoce que las dos aproximaciones contienen una parte esencial de la verdad, aunque no una corrección completa. Por una parte, los empiristas tenían razón cuando enunciaban que los contenidos mentales proceden de los sentidos, pues de ninguna otra parte podrían emanar siendo algo así como la materia prima del conocimiento. Las impresiones sensoriales, no obstante, llegan a la mente en forma muy desordenada y en un estado caótico, de manera que toda comprensión en estas condiciones se vuelve imposible. Para que los elementos sensoriales accedan a cierto grado mínimo de inteligibilidad se requieren algunos componentes que la razón provee, otorgando un marco o un esquema dentro del cual pueden asentarse los datos empíricos y cobrar sentido para el conocimiento. A esto es a lo que Kant denominó las categorías de la razón, que ya están presentes en la mente con absoluta precedencia a la adquisición de la información sensorial y que forman parte de la estructura innata de la mente humana. Por este motivo se dice que son categorías a priori, es decir, independientes de la experiencia. Las cualidades perceptivas y de pensamiento se imponen sobre la experiencia y generan los objetos de conocimiento de los que ordinariamente se ocupa la ciencia (Leahey, 1998).

Pero sin las impresiones que provienen de los sentidos estas categorías quedarían simplemente “vacías”. Por consiguiente, ni la experiencia por sí sola es suficiente para producir el conocimiento, ni los componentes de la razón tampoco, ya que estos necesitan de los datos básicos que aportan los sentidos. Para muchos autores, la razón se refiere principalmente a la facultad de efectuar síntesis meta-empíricas (Maréchal, 1946). En esencia, el intelecto no tiene conocimiento de las cosas en sí, al menos en la forma como estas son en sí mismas (noúmeno) sino únicamente en el modo como el propio sujeto las construye en el interior de su pensamiento (fenómeno). Dos ejemplos claros de cómo se constituyen las nociones a priori son los conceptos del espacio y del tiempo. Kant sostenía que el espacio no es un contenido empírico que pueda derivarse de la experiencia. Y ello porque es necesario que, durante la atribución de ciertas sensaciones a algo externo al individuo, esto es, ubicado en un lugar diferente de donde se encuentra el sujeto mismo, resulta absolutamente necesario que la representación del espacio se halle presente con anterioridad al contacto con la sensación respectiva. Por lo tanto, el espacio es una representación a priori y constituye el fundamento para todas las intuiciones externas. De manera similar, tampoco el tiempo es un concepto derivado de la experiencia. Kant afirmaba que si esta noción no fuese a priori, sería imposible percibir la coexistencia, esto es, lo que ocurre cuando dos o más eventos suceden al mismo tiempo, y la sucesión, que son acontecimientos que se dan en momentos diferentes (Sahakian, 1990).

Merced a esta solución intermedia entre la experiencia y la razón, Kant creyó situarse en un punto que equidistaba por igual de cualquier dogma sostenido por el empirismo o el racionalismo, aunque algunos críticos lo estimaron más cerca del último que del primero, ya que en última instancia sigue siendo la razón la que impone el criterio final. Aunque su desarrollo teórico es parte del estudio filosófico general que siguió este autor, no cabe duda que el examen de este proceso del conocimiento es, en lo esencial, un análisis psicológico. Esto puede afirmarse incluso cuando muchos eruditos que realizaron un trabajo experto y profundo en el análisis de la obra de Kant se han esforzado por negar este aspecto que incluye su psicología trascendental. Ellos optaron por considerar sus ideas exclusivamente en sus aspectos filosóficos o antropológicos, dejando de lado toda consideración psicológica (Kitcher, 1990). Sin embargo, aun cuando el propio Kant haya podido alimentar divergencias con la psicología empírica de su tiempo, es evidente que sus conclusiones en el plano de la razón pura y de los procesos de asimilación de las cualidades sensoriales que ocurren gracias a las categorías a priori no pueden ser bien comprendidas con la ignorancia, deliberada o no, de este crucial elemento. Hay que recordar que, de acuerdo a la diferencia establecida por Wolff, la psicología racional buscaba identificar la naturaleza del alma mediante métodos deductivos, desde los principios a las experiencias, mientras la psicología empírica se movía inductivamente desde las experiencias a los principios.

Kant, que fue el primero en ejercer concienzudamente la crítica de la psicología (Teo, 2005) y con ello dio inicio a una valiosa tradición intelectual, consideraba que la psicología empírica, pese a su relevancia, no brindaba un sustento suficiente para la comprensión de los procesos a priori. En su opinión la psicología racional carecía de validez, pues los fenómenos mentales respectivos solo podrían ser activados por procesos cognitivos originados en la experiencia, por lo que resulta preferible y más pertinente una psicología de corte empírico. Pero, a la vez, una psicología empírica de los contenidos mentales tampoco podrá llegar a ser una ciencia, pues no habría forma de cuantificar, medir ni pesar estos eventos. Tampoco serían pasibles de someterse a la manipulación experimental. La introspección igualmente era cuestionada, por distorsionar los hechos bajo escrutinio. En este sentido, la metodología que Kant recomendó para la psicología era la que utilizaba la antropología, que hacía posible observar las actividades de los seres humanos en ambientes realistas (Fuchs & Milar, 2003).

La filosofía trascendental de Kant es psicológica en el sentido que consiste en una serie de críticas a varias facultades humanas como la razón, el entendimiento, la facultad de sentir placer y la facultad del deseo. Su psicología empírica, por otra parte, describe las operaciones de la razón, produciendo un recuento de las interacciones causales entre el mundo y varios de las capacidades que componen la mente humana. Estas son tratadas como propiedades de un objeto legítimo de investigación (Frierson, 2014). Por lo tanto, no es extraño que Kant haya dejado abierta una de las brechas modernas de mayor importancia en el contexto de la psicología moderna, especialmente la complementariedad entre la sensación empírica y las categorías a priori de la razón, un tipo de análisis que, con diferentes matices, habrán de encontrarse en autores centrales que forman parte de la psicología del siglo XX.

Conclusiones

Quien se adentra en el estudio de la psicología desde una perspectiva histórica se familiariza muy pronto con la afirmación de que esta emergió del tronco originario de la filosofía y llegó a diferenciarse paulatinamente de su matriz originaria por la evolución de sus conceptos y el creciente refinamiento de la metodología, dejando los anteriores moldes especulativos para convertirse en una disciplina identificada y comprometida con la recolección empírica de sus datos. No obstante algunas discordancias muy localizadas en la literatura especializada, la psicología continúa siendo concebida como la evolución resultante de largos y hasta milenarios procesos colectivos de pensamiento que han intentado enfrentarse a los más complejos y difíciles problemas en el estudio de la mente y el comportamiento. Una imagen usual y además sostenida con remarcable convicción institucional es que la psicología, como emprendimiento científico, inició su trayectoria en coincidencia con una serie importante de eventos que se dieron en las tres últimas décadas del siglo XIX. Entre ellos, resalta la fundación de laboratorios psicológicos en varias partes del mundo, aunque siempre reservando especial trascendencia al que Wilhelm Wundt (1832-1920) dirigió en la Universidad de Leipzig, Alemania. Sin embargo, sería muy simplista mantener que antes de ese evento en particular nadie más en el campo psicológico haya ideado experiencias o realizado descubrimientos con la utilización diestra y oportuna del método científico. Basta recordar las prácticas de Descartes con la investigación de los reflejos y su teorización respecto a las conexiones con el comportamiento o el trabajo de los psicofísicos alemanes sobre las medidas cuantitativas de la sensación, la percepción y los tiempos de reacción en la primera mitad del siglo XIX. Igualmente, no toda la psicología que se produjo luego de la fecha mencionada se puede considerar típica y resueltamente científica. Algunas corrientes como las denominadas humanistas, que se hallan centradas en diversas modalidades de psicoterapia, conservan lazos fundacionales indudables con la filosofía existencialista. Y aun puede hablarse de otros ámbitos cuyo apego a la formalidad metodológica es cuando menos dudoso, si bien quizás no malintencionado. Pero eso no ha impedido relegarlas, casi siempre con un cierto ánimo despectivo en la expresión, al campo de las pseudociencias.

Una perspectiva más prudente y equilibrada del problema parece sugerir que, a pesar del afianzamiento logrado por la psicología como un sector apegado a las rutinas metodológicas características de la ciencia, su desconexión del ámbito filosófico es menos radical de lo que habitualmente se presume. Y la afirmación no tiene por origen solamente al hecho que algunos sectores actuales de la psicología continúan siendo bastante más afines a la filosofía que el resto de las ciencias del comportamiento, especialmente en su utilización de una estrategia primariamente discursiva. También encuentra su razón de ser en la autoridad perenne que disfrutan ciertos conceptos, supuestos y enfoques que, originados en los pensadores de la antigüedad griega o en periodos históricos más recientes, continúan ocupando un lugar central en la investigación psicológica moderna. Su presencia se manifiesta no con las propuestas y el lenguaje que originalmente les dieron origen, sino en discursos amoldados a las dimensiones que fijan la actualidad teorética y los intereses contemporáneos de los psicólogos, pero con las añejas ideas y estrategias de análisis todavía implícitas.

Las raíces escondidas de estos conceptos no siempre resultan evidentes para los estudiantes y los profesionales, y la única forma de tomar una conciencia realista sobre ellos es buscando a través de un análisis selectivo de los principales autores históricos. Es lo que se ha intentado en este artículo, con el aditivo de la identificación puntual de aquellas ideas de gran predominancia en la psicología, a las que hemos denominado brechas en el pensamiento, porque al igual que estas se caracterizan por marcar espacios en el camino que no son simples trazas o esbozos superficiales sino huecos profundos. Así, es posible comprobar cómo el concepto del alma a partir de los escritos homéricos, el dualismo en su forma tradicional del culto de los órficos y las filosofías de Pitágoras y Platón, el innatismo de las ideas, la concepción monista de Aristóteles y su énfasis en la experiencia sensorial con su consecuencia directa el aprendizaje, la ataraxia en los estoicos, el hedonismo de los epicúreos, el mecanicismo y el dualismo psico-fisico cartesianos, el empirismo y el asociacionismo de Locke y la solución kantiana a las disputas entre el racionalismo y el empirismo, son precisamente las brechas principales que han modelado la imagen teórica de la psicología. Ellas nos han dotado de las fundas conceptuales con las que habitualmente categorizamos los fenómenos del comportamiento. Quedará para un análisis posterior y complementario la forma concreta y las teorías y aproximaciones donde estos grandes faros del pensamiento encontraron cobijo en el contexto de la psicología moderna. Por ahora, deberán servirnos para reflexionar en que la construcción histórica de las teorías científicas resulta mucho más compleja de lo que a simple vista parece. Y que la mirada atenta y penetrante de la lechuza y sus vástagos conceptuales, aunque no siempre se descubra en su inadvertido refugio nocturno entre las sombras, ha estado siempre puesta sobre nosotros.

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