En el camino de la psicología aplicada (Primera parte): Mesmerismo y fisiognomía

Angapykuaa rape rehe (Vore peteĩha): Mesmerismo ha fisiognomía

On the way to applied psychology (Part I): Mesmerism and Physiognomy

                                                            

José E. García

Universidad Católica “Nuestra Señora de la Asunción”

 

Nota del autor

Facultad de Filosofía y Ciencias Humanas, Departamento de Psicología

[email protected], Casilla de Correo 1839, Asunción, Paraguay

Resumen

Entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del siglo XIX se difundieron en algunas naciones europeas, principalmente en Alemania, Austria y Francia, tres orientaciones psicológicas que albergaron la pretensión de impulsar acercamientos innovadores al estudio y tratamiento de una importante gama de problemas del comportamiento y la personalidad humana: el mesmerismo, la fisiognomía y la craneometria o frenología. Sus principales referentes históricos, Franz Anton Mesmer, Johann Caspar Lavater y Franz Joseph Gall, disfrutaron de la popularidad y el éxito, pero al mismo tiempo arrastraron fuertes críticas y cosecharon inflamados detractores. Algunas de estas prácticas, como la frenología, subsistieron hasta bien entrado el siglo XX, para luego decaer en su atractivoe influencia social. Sin embargo, la evolución propia de cada una condujo al desarrollo de nuevos campos de investigación. En la primera parte de este artículo se estudia ados de estos tres movimientos, el mesmerismo y la fisiognomía, desde una perspectiva fundamentada en la historia, analizando la relevancia que les correspondió como antecedentes para el surgimiento de la psicología aplicada a finales del siglo XIX. La metodología parte de una presentación de los principales hechos relevantes al problema, haciendo uso tanto de fuentes primarias como secundarias para la adecuada contextualización de las ideas que se discuten.

Palabras clave: Psicología Aplicada, Mesmerismo, Fisiognomía, Historia de la Psicología, Historia de la Ciencia.

Mombykypyre

Sa’ary XVIII mbyty rupi ha Sa’ary XIX oñepyrũmbukumi meve, oñemoherakuã tetãnguéra Europa-ygua apytépe, ko’ýte Alemania, Austria ha Francia-pe, mbohapy angapykuaa rakã, oñeha’ãva’ekue omboguata mba’e pyahu ikatu hag̃uáicha oñehesa’ỹjo apañuãi yvyporakuéra reko rehegua: mesmerismo, fisiognomía ha craneometra térã frenología. Umi omotenondéva ko arandu pyahu ñemboguata apytépe ojejuhu Franz Anton Mesmer, Johann Caspar Lavater ha Franz Joseph Gall; tuicha herakuã ha ojehecharamo iñepyrũrã ko’ã karai, ág̃akatu avei heta ojekaguai hesekuéra ha heta opu’ãva ha’ekuéra omoheñóiva rehe. Umi angapykuaa rakã ha’ekuéra omoheñoiva’ekue apytépe oĩ are peve imbareteva’ekue, umíva apytépe ojejuhu frenología, katu upe rire héra ha herakuã ogue mbeguekatu. Jepevémo upéicha, peteĩteĩva umi arandu pyahu oñemoheñoiva’ekue ojepyso ha oipytyvõ oñemoheñói jey hag̃ua ambue tembikuaaty pyahu oñemba’apo hag̃ua. Ko tembiapópe, vore tenondeguápe, oñehesa’ỹjo mokõi umi mbohapy aranduty apytepegua: mesmerismo ha fisiognomía. Oñehesa’ỹjo hapykuerekuéra, ojehapykueho mba’épa ogueropojái hikuái kurivévo, sa’ary XIX pahávoma, oñemoheñói hag̃ua psicología aplicada oñehenóiva. Oñemba’apo hag̃ua, oñemyasãi umi mba’e tuichavéva apañuãime g̃uarãva, ha ojeporu marandúramo arandu omoheñoiva’ekue umi tapicha oñeñe’ẽ hague yvateve ha avei umi oñe’ẽva hembiapokuéra rehe, jahechápa noñemohendái hekoitépe apytu’ũroky oñehesa’ỹjóva.

Mba’e mba’e rehepa oñe’ẽ: Angapykuaa, Mesmerismo, Fisiognomía, angapykuaa rekoasa, Tembikuaaty rekoasa.

Abstract

Between the second half of the 18th century and the first half of the 19th,there were spread in some European nations, mainly in Germany, Austria and France, three psychological approaches that harboredthe pretense to promote some innovative perspectives on the study and treatment of an important range of behavioral and human personality problems: mesmerism, physiognomy and cranioscopy or phrenology. Its main historical representatives, Franz Anton Mesmer, Johann Caspar Lavater and Franz Joseph Gall, enjoyed popularity and success, but at the same time also evoked strong criticism and gave rise to many inflamed detractors. Some of these practices, such as phrenology, survived until well into the 20th century, only to then decline in its appeal and social influence. However, the evolution of each led to the development of new fields of research. In the first part of this article we explore two of these three movements, mesmerism and physiognomy, from a perspective based on history; analyzing their relevance as a background for the emergence of applied psychology at the end of the nineteenth century. The methodology is based on an exposition of the main relevant facts, using both primary and secondary sources for the proper contextualization of the ideas being discussed.

Keywords: Applied Psychology, Mesmerism, Physiognomy, History of Psychology, History of Science.

 

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En el camino de la psicología aplicada (Primera parte): Mesmerismo y fisiognomía

En el mundo moderno, si bien no se desconoce la importancia de la investigación para el avance y consolidación de las disciplinas universitarias, es común que los legos identifiquen a muchas de ellas por las imágenes de sus facetas más públicas, relacionadas con el trabajo que sus practicantes realizan al intervenir sobre algún aspecto muy específico de la realidad social. Así, en el imaginario colectivo, los médicos son reconocidos por su labor en los hospitales y los consultorios, los sociólogos por su tarea como asesores en proyectos de impacto social o político y los analistas de sistemas por su pericia en el ensamblaje, programación o reparación de equipos informáticos. De manera similar, los psicólogos se conciben en sus vinculaciones con el ámbito clínico, la psicoterapia, la evaluación del desempeño escolar o la selección de personal en las empresas e industrias. Incluso algunos, quizás por una información más precaria, confunden a la psicología toda con solo una de sus aplicaciones posibles, entre las que el psicoanálisis suele ser el ejemplo más frecuente. Estas perspectivas que dirigen su énfasis prioritario hacia los aspectos profesionales más que hacia los científicos no resultan del todo extrañas, habida cuenta la presión que ejerce el mundo moderno por la obtención de soluciones rápidas y eficientes a los problemas, y el aprecio general que existe sobre las carreras y las técnicas que generan consecuencias rápidas para facilitar los cambios. El ámbito de la instrucción científica se encuentra considerablemente más rezagado a nivel del público general, aunque no en el de la formación de especialistas en las variadas disciplinas que hoy existen. Incluso en muchas de las sociedades sobre las que puede suponerse un avance mayor en la calidad de sus sistemas educacionales, el desconocimiento o mal interpretación de la ciencia, tanto en su metodología como en sus resultados, es un problema de difícil solución. Las personas en general comprenden de manera más rápida y fácil aquello que tienen directamente a su alcance, desconociendo la lógica inherente de todo lo que, como la ciencia, ocurre en los ámbitos más restringidos de los expertos.

Ese es, probablemente, el factor de mayor peso que condiciona la visión popular de una ciencia como la psicología. Desde luego, en ella las aplicaciones orientadas hacia diversos ámbitos también han ganado una considerable importancia en la organización de la profesión durante las décadas recientes. En un fenómeno universal que el interés mayoritario de los psicólogos actuales se orienta hacia los temas aplicados, es decir, aquéllos que favorecen un tipo de actividad donde se desenvuelven ciertas pericias adquiridas por medio de un entrenamiento profesional validado por la titulación universitaria. Para quien observa hoy a la psicología desde una posición externa, es decir no comprometida disciplinariamente ni adquirida mediante una formación académica específica, es bastante lógico suponer que la esencia de la misma consiste en la intervención directa con las personas, de forma semejante a otros campos como la medicina. La situación, sin embargo, no fue siempre esta. Los antecedentes remotos se hallan muy identificados con los sistemas elaborados por los grandes filósofos griegos a partir del siglo V antes de Cristo o antes inclusive, y prolongados después a lo largo de las centurias posteriores en la obra de muy diversos pensadores que cobijaron especulaciones varias sobre el pensamiento, el juicio, la voluntad, las emociones y otros tópicos que la psicología hoy reclama para sí, como parte de su territorio conceptual. Es muy común también escuchar que la ciencia psicológica obtiene su nacimiento, o su mayoría de edad, dependiendo de cuál sea el criterio, a mediados del siglo XIX, cuando algunos investigadores deciden apartarse de las prácticas puramente especulativas de la filosofía para regirse de acuerdo a las rutinas habituales de la ciencia. Esta es, sin ánimo de entrar a discutirlas en este lugar, una de las reconstrucciones históricas más frecuentes entre los psicólogos.

Sin embargo, existe un periodo intermedio que en algunos países europeos se ubica entre 1750 y 1850 aproximadamente, previo a la emancipación formal de la tutela filosófica y cuando los representantes de esta aún fijaban muchas pautas determinantes para el desarrollo futuro de la psicología. En ese tiempo un grupo de personas, sin conexiones directas entre sí ni formando un movimiento único, empezaron a inspirar ideas que tendrían impactos muy significativos sobre la futura ciencia. Provenían de ámbitos hasta entonces relativamente ajenos a los vaivenes de los estudios mentales, como son la medicina y la pedagogía. En torno a algunos médicos de profesión surgieron tendencias como el mesmerismo, la fisiognomía y la frenología. En la pedagogía, autores de peso como el educador alemán Johann Friedrich Herbart (1776-1841), marcaron pautas muy importantes (Boudewijnse, Murray & Bandomir, 1999, Davidson, 1906). Quienes provenían de los flancos médicos, ensayaron estrategias para aplicar los conocimientos de la época en el tratamiento de muy diversos problemas humanos, todos coincidentes con lo que hoy denominaríamos el campo de la salud comportamental. Estos movimientos representan claros antecedentes para el surgimiento de la psicología aplicada, cuyos primeros exponentes en los Estados Unidos y Europa comenzaron a ser conocidos antes de iniciarse el siglo XX. Basado en estos hechos, los objetivos que guían este artículo en las dos partes que lo componen son: a) Analizar los presupuestos intelectuales de los movimientos conocidos en la historia de la psicología como mesmerismo, fisiognomía y frenología; b) Especificar los conceptos que guardan relación con la psicología al interior de estos enfoques; c) Evaluar las posibles conexiones entre estos sistemas de ideas y prácticas médicas con lo que más tarde fue conocido como psicología aplicada, o en su defecto estimarlos como un posible antecedente de las mismas y d) Valorar la relevancia de los mismos para la psicología moderna. El artículo se basa en la revisión de fuentes primarias y secundarias. Su aporte principal, más que la entrega de nueva información, es el análisis meticuloso de los aspectos sometidos a discusión. En esta primera parte, la discusión estará centrada en el mesmerismo y la fisiognomía. Un segundo artículo enfocará posteriormente cuanto concierne a la frenología.

La teoría del magnetismo animal

Franz Anton Mesmer nació en la villa de Iznang, perteneciente a la región de Suabia, Alemania, en 1733 y falleció en la localidad de Meersburg, a orillas del Lago Constanza, en el mismo país, en 1815. Sus primeras letras las hizo en un colegio jesuita (Ellis, 2015). Más tarde estudió Medicina en la Universidad de Viena y presentó una tesis sobre los efectos de la luna y los planetas sobre el funcionamiento del cuerpo humano, en un campo que ha dado en denominarse astrología médica. Esta fue la primera presentación pública de Mesmer sobre las fuerzas que operan armónicamente en el microcosmos, cuyos detalles pronto analizaremos. Pero existe evidencia que su autor se basó extensamente en el trabajo del médico británico Richard Mead (1673-1754), titulado De imperio solis ac lunae in corpora (Del imperio del sol y de la luna sobre el cuerpo humano), que fuera publicado por primera vez en 1704 (Schaffer, 2010), aunque sin reconocer explícitamente los créditos intelectuales correspondientes. Para muchos, Mesmer infligió un plagio llano y simple, aunque otros opinan que si de algo resultó culpable fue simplemente de guiarse por las pobres reglas de citación que eran habituales en la época (Thomas, 2012). De todas maneras, este sólo hecho instalado en los inicios de su carrera es un indicio temprano de otros eventos muy controversiales relacionados a su personalidad que habrían de surgir después. La tesis doctoral, titulada De planetarum influxu (De la influencia de los planetas), fue defendida en 1766, cuando el autor contaba con 33 años. La idea central era que los grandes cuerpos celestes como el sol y la luna ejercen influencias mutuas entre ellos y a su vez determinan los eventos acaecidos en la Tierra. Si sus efectos se notan principalmente sobre el medio ambiente y en los movimientos de los océanos, era predecible que también actuaran sobre los cuerpos animados, incluyendo los seres humanos. La acción se realizaba a través de un fluido muy sutil que penetra en todas las cosas y ejerce determinadas alteraciones, por ejemplo, en el sistema nervioso. Tal fluido es el agente causal básico que crea todos esos cambios, y recuerda en gran medida a un imán, conforme a lo esencial de sus propiedades. Las ideas parecían muy congruentes con los principios de la física newtoniana, por lo que no sonaban necesariamente extravagantes. Oschman (2016) incluso enfatiza que las ideas de Mesmer no deben considerarse astrológicas, pues se basaban en la teoría newtoniana sobre las mareas. En el pensamiento de la época resultaba común la expectativa de que todos los secretos de la vida y de la mente habrían de ser descubiertos muy pronto, merced al progreso científico. En realidad, muchos avances importantes se estaban realizando en aquél momento. Los hallazgos en 1789 del médico italiano Luigi Galvani (1737-1798) sobre fluidos eléctricos presuntamente existentes en los animales, fueron cronológicamente precedidos por las teorizaciones sobre el magnetismo animal, once años antes (Brett, 1921).

Las ideas de Mesmer para curar enfermedades se fundamentaban en una teoría médico-filosófica de gran alcance (Crabtree, 2008). El componente básico era que el universo se halla impregnado de aquélla tenue sustancia denominada “fluido magnético”. Los elementos constitutivos de esa entidad singular eran unas partículas finas e indivisibles. Mesmer concibió toda la acción física y vital en el mundo como un flujo y reflujo en el desplazamiento de estos corpúsculos. Las corrientes del fluido magnético moviéndose entre todos los cuerpos físicos en el universo creaban una interacción universal. El magnetismo de los minerales, como por ejemplo los imanes, era solamente un caso particular de la atracción universal. Esta acción constituía un elemento esencial en el funcionamiento de los seres vivos y componía su fuerza vital. Cuando se hallaba referida a los seres biológicos, recibía el nombre de magnetismo animal. En sentido estricto, sin embargo, Mesmer parece no haber estado nunca completamente seguro de cuál era el soporte material para su existencia (Thomas, 2012). De acuerdo a su propia descripción (Mesmer, 1779), el cuerpo animal recibe los efectos alternativos de este agente que actúa sobre los nervios, sobre los cuales accede directamente, en forma análoga a un imán, y con similares propiedades. Esa es la razón principal del nombre que el autor confirió a su trabajo. Por consiguiente, la concepción básica era que en todos los seres humanos se halla contenido un campo dinámico de fuerzas magnéticas. Cuando el individuo se encuentra en un estado de salud, la fuerza se reparte de manera armónica por todo el cuerpo, pero en la persona enferma, la distribución es poco exitosa. Esta es la causa por la que aparecen los síntomas físicos. Lo que el uso de magnetos permitía era la recomposición de las energías por todo el sistema biológico, restableciendo de inmediato la fortaleza perdida. La salud, entonces, dependía del adecuado flujo de estas corrientes al interior del organismo, mientras que la enfermedad podía constituir un signo evidente de su bloqueo o desbalance. La función de la terapia mesmérica habría de ser la corrección de ese indeseado desequilibrio. He aquí el primer prototipo histórico de terapia psicológica.

Pese a estos pensamientos divergentes con las tendencias prevalecientes de su época, la actividad profesional de Mesmer en los primeros ocho años que siguieron a su graduación fue de una práctica médica esencialmente ortodoxa (Lanska & Lanska, 2007).En 1774tomó contacto con el jesuita húngaro Maximilan Hell (1720-1792), que también era profesor de astronomía, un campo en el que los miembros de esta orden mucho se habían destacado (Udías Vallina, 2014). Este sacerdote se estableció en Viena, donde se dedicó a la curación de enfermedades aplicando imanes magnetizados. Pero, en una estricta cronología histórica, no fue el primero en hacerlo. Ya el médico suizo Paracelso (1493-1541) apeló a las aplicaciones clínicas del magnetismo, rechazando la práctica de las cazas de brujas que fueron comunes en el siglo XVI, así como la idea que la acción de los demonios pudiera considerarse la causa final de las enfermedades mentales (Sapp, 2015). La creencia que entidades externas pudieran tomar posesión de las personas y provocar reacciones enfermizas era uno de los puntos de vista más comunes en la explicación de tales fenómenos antes que surgiera la psicología científica, y viene de mucho tiempo atrás(García, 2015a). Sin embargo, el trabajo de Hell y el posterior de Mesmer no deben considerarse como una continuación directa de las iniciativas de Paracelso (Schott, 1998). Se afirma que Hell logró una cura sorprendente de una dama que sufría de una enfermedad cardíaca crónica. También se habría sanado a sí mismo de un problema de reumatismo crónico.

Mesmer sintió una inmediata fascinación por estos aparentes logros del magnetismo, los cuales consideraba una confirmación irrebatible de sus teorías astronómicas sobre los efectos delos cuerpos celestes en la dimensión corporal humana. Decidió abrir un consultorio en su propia casa y comenzó a tratar enfermos de manera gratuita (Bersot, 1864). Ese fue el debut de Mesmer en el rol de magnetizador experto, y muy pronto su fama comenzó a extenderse por todos los rincones de Europa. Sus instrumentos iniciales fueron láminas y anillos imantados, los cuales no solo él utilizaba, sino que además remitió a otros médicos alemanes para su conocimiento. En 1768se había desposado con una pudiente dama vienesa, y además viuda, Anna Maria von Posch (1740-1802). Con ello accedió de inmediato a una mayor estabilidad económica. Este casamiento le permitió incorporarse a ciertos círculos socialmente acomodados y de este tiempo data su relación con Wolfgang Amadeus Mozart (1756–1791), quien se declaró admirador de los resultados de la terapia mesmérica (Karhausen, 2011). Como muchos intelectuales sobresalientes de esa época, ambos eran miembros de logias masónicas (Jackson, 2004), aunque militaban en diferentes grupos. Mesmer también estuvo relacionado con la orden secreta de los Rosacruces.

La utilización de magnetos para intentar la curación de sus pacientes comenzó cuando todos los demás métodos parecían haber fracasado. Mesmer tuvo éxito con ellos y pronto extendió su uso a los demás enfermos que habían sido tratados con estrategias distintas, con los que también obtuvo logros alentadores. Las pacientes aseguraban recibir unas corrientes inusuales que circulaban a través de su cuerpo antes de sentir una crisis de curación, que era la antesala directa para una mejora definitiva. Habiendo empleado imanes en sus primeras intervenciones, pronto cayó en la cuenta que podría utilizar su propio cuerpo como un poderoso irradiador energético. El efecto se distribuía a través del organismo, posando suavemente las manos sobre él. Mesmer había obtenido resultados alentadores con una mujer de veintinueve años que sufría de convulsiones, desmayos, dolores de dientes y oídos, vómitos y otros disturbios (Smith, 1993). Colocó las placas magnetizadas sobre su estómago y brazos y le hizo tragar una mezcla que contenía una solución de polvo de hierro. Después repitió la experiencia con materiales no magnetizados como papel, vidrio y tela. Los resultados fueron los mismos. La explicación fue que, en realidad, era el magnetismo del soma biológico el que se hallaba actuando. Fuentes Ortega & Quiroga Romero (1998) compararon las costumbres prehistóricas de sanación con las prácticas corrientes del mesmerismo y establecieron como principal diferencia que, mientras aquéllas eran ceremonias cerradas, donde no se disponía de alternativas viables, las sesiones de Mesmer eran ceremonias abiertas, pues se daban en directa competencia con otras disyuntivas posibles.

Fue en este tiempo que Mesmer comenzó a sentirse lo suficientemente fuerte para retar la autoridad del sacerdote austríaco Johann Gassner (1727-1779), posiblemente el más famoso exorcista de su tiempo, que decía realizar curaciones mediante la expulsión de los demonios del interior de las víctimas (Hergenhahn & Henley, 2013). El mundo antiguo, como es bien sabido, se hallaba lleno de taumaturgos y exorcistas, sobresaliendo Jesucristo como el más notable de todos (Iosif, 2011). Mesmer recibió una invitación de la Academia de Ciencias de Múnich con el fin de analizar los fenómenos que en apariencia estaban siendo ejecutados por Gassner. La explicación que brindó Mesmer, y que supuso un duro golpe para el afamado hombre de iglesia, era que su fuerza y poder se debían fundamentalmente a que poseía una gran reserva de magnetismo animal (Shephard, 2015). Este fue un encuentro históricamente decisivo, pues confrontó directamente a quien actuaba como hombre de Dios en su tradicional rol de curador con otro que se presentaba como hijo de la Ilustración, oficiando en nombre de la ciencia. Con ello demostraba la existencia de un método de alivio que no requería lazos con la religión y satisfacía, por consiguiente, las exigencias del mundo moderno (Charet, 1993). El éxito continuó aumentando hasta que se encontró con su primer gran tropiezo, que fue un fracaso en sanar a una joven pianista llamada María Teresa Paradies, que padecía ceguera desde los tres años. Este traspié, sumado a los fuertes cuestionamientos que debió afrontar del gremio médico para quienes la veracidad de sus tratamientos no pasaban de ser un fraude (Best, Neuhauser & Slavin, 2003), obligaron a Mesmer a abandonar Viena y establecerse en París en 1774. Antes de partir, también había estallado una agria disputa con el Padre Hell por la prioridad en el descubrimiento del magnetismo animal y su uso, cuya victoria fue para Mesmer, aunque posiblemente injusta.

La reputación científica de su terapéutica y las opiniones peyorativas que manifestaban los principales académicos continuaron preocupando a Mesmer. Como informan Lanska & Lanska (2007), hacia 1775 envió informes sobre sus ideas a la mayoría de las academias de ciencia de Europa, igual que a muchos médicos eminentes. La mayoría respondió con el silencio. Sólo la Academia de Berlín, cuya réplica fue recibida en marzo de 1775, se tomó el trabajo de evaluar sus teorías de manera sistemática, y la contestación resultó desdeñosa. Objetaban a Mesmer que sus aseveraciones de que los efectos magnéticos podían ser transmitidos a metales distintos al acero y aun ser contenidos en botellas, contradecían abiertamente los resultados conocidos de la experimentación. Señalaban además que las evidencias sobre la existencia del magnetismo animal eran inadecuadas, que la ausencia de efectos detectables en personas sanas volvían muy sospechosas las afirmaciones sobre los presuntos efectos del magnetismo y que otras explicaciones alternativas podían dar cuenta de los cambios obtenidos en los pacientes. Pero autores como Ferngren (2014), sin embargo, entienden que las conclusiones de la Academia apoyaban las ideas de Mesmer. Las respuestas de algunos de los médicos consultados fueron incluso más lapidarias. El intento por otorgar credibilidad científica al fenómeno del magnetismo animal se volvía cada vez más evasivo. La obtención de un respaldo para sus teorías se le hacía una subida cuesta arriba, y en los años siguientes habrían de sobrevenir otros momentos incluso más descorazonadores. Pero en el campo de la aceptación popular, en cambio, el panorama era completamente distinto.

Francia parecía el sitio ideal para una expansión significativa de las ambiciones profesionales de Mesmer, aunque la acogida que tuvo posiblemente superó con creces incluso lo más optimistamente esperado por él. Se instaló en un sitio céntrico de París y la popularidad comenzó a ascender rápidamente. Gillispie (1980) informa que entre los pacientes regulares de Mesmer hacia 1781 figuraban la Duquesa de Chaulnes, una gran amiga de María Antonieta de Austria (1755-1793), así como María Luisa Teresa de Saboya, Princesa de Lamballe (1749-1792). Las relaciones con estas influyentes damas del absolutismo monárquico pueden dar una idea muy acabada de la importancia que llegaron a tener los contactos de Mesmer con la realeza y el mundo político galo. No eran vínculos como para subestimar. A un nivel más bajo de la escala social, la atracción por los secretos del magnetismo animal era también muy fuerte. Jeune & Dubois (1841), por ejemplo, indican que los enfermos deseosos de someterse a los procesos curativos habían aumentado tanto que apenas podía atendérselos. Sin dudas, Mesmerestaba en su cenit. Astuto y buen observador del comportamiento, era muy consciente de la tremenda expectativa que despertaba en quienes acudían a su ayuda, y la enorme sugestión que era capaz de provocar. El modo en que adaptó su lugar de trabajo y las sesiones que dirigía son un claro indicador de ello. Como respuesta a la creciente demanda, comenzó a organizar sesiones de terapia grupal (Martínez-Taboas, 1998). En esta época cobró gran importancia el baquet, un cubo de roble donde, tras verter agua y algunos químicos, se insertaban varillas de hierro en aberturas que se hallaban dispuestas a los lados del cubo. Luego, Mesmer procedía a tocar el cuerpo de los pacientes con una pequeña vara de hierro. El escenario era el de una habitación con poca luz, música suave y evocativa ejecutada por un instrumentista especialmente contratado y un sugestivo perfume de azahar disuelto en el ambiente (Schultz & Schultz, 2011). Para comenzar, miraba fijamente a cada persona y les daba la orden de “duerma”, con lo cual ingresaban de inmediato en una especie de trance. En ese momento, ejercía su control por completo. Todos los detalles eran atendidos cuidadosamente. Ataviado con ropas de color lila, y con una media barba que le daba un sugestivo aspecto mefistofélico, consiguió resultados contundentes. Se había convertido en un maestro consumado de la sugestión. Y la supo utilizar muy bien en su provecho.

Pero igualmente se dedicó a la enseñanza de los secretos de su ciencia a varios seguidores deseosos de aprenderla y de este modo obtuvo algunos discípulos importantes, como el Dr. Charles Deslon (1738-1786), que más tarde abriría su propia clínica. De esta época data el descubrimiento del sonambulismo magnético por Armand Marie Jacques de Chastenet, Marqués de Puységur (1751-1825) (Puységur, 1807, 1837), un aristócrata y seguidor de Mesmer, que también estableció en Estrasburgo la Société d´Harmonie (Sociedad de la Armonía) en 1784. Para ese momento, el mesmerismo había dejado de ser un fenómeno local para convertirse en una atracción internacional, llegando décadas más tarde a algunos países de América Latina como México (Aguilar, 2005). Pero esta misma popularidad, desde luego, atrajo la curiosidad y en una medida creciente también el comprensible escepticismo del gremio médico, que deseaba someter esas modalidades terapéuticas a una evaluación rigurosa. La Real Academia de Ciencias y Medicina también halló fraudulentas las prácticas impulsadas por Mesmer. Pero fue particularmente severa con Deslon, a quien encontró inepto para el ejercicio de la medicina, procediendo a revocarle la licencia. No obstante este primer encontronazo con los galenos, Mesmer siguió disfrutando del apoyo popular. Su posición incluso mejoró cuando pudo curar a María Antonieta de una enfermedad mediante uno de sus tratamientos. Fue entonces cuando recibió del gobierno francés el ofrecimiento de una pensión anual y todo tipo de facilidades personales a cambio que se dedicara a la enseñanza de las técnicas magnéticas, oferta que Mesmer declinó, temeroso de las reacciones del establecimiento médico, y de echar más leña al fuego.

Sin embargo, las cosas estaban por cambiar para peor. El clero francés aseveraba que el éxito arrollador de Mesmer se explicaba porque había vendido su alma al diablo (Hothersall, 1997). Como su notoriedad era tan grande, el Rey Luis XVI (1754-1793) decidió convocar a la Academia Real de Ciencias para iniciar una investigación evaluativa sobre las técnicas de Mesmer y Deslon. En verdad, el rey apoyaba con sinceridad el trabajo de ambos, pero la presión del gremio médico fue tan persistente que el llamado a la academia no pudo evitarse. La presidencia de la comisión investigadora estuvo a cargo del renombrado científico e inventor estadounidense Benjamín Franklin (1706-1790), quien por entonces oficiaba como embajador de su país ante el gobierno francés (Drury, 2011). En atención a la edad de Franklin, que tenía 78 años en ese momento, las reuniones se hicieron en la ciudad de Passy. Otros miembros destacados eran el químico Antoine Lavoisier (1743-1794) y el médico Joseph Ignace Guillotin (1738-1814) (Ellis, 2015), ambos de nacionalidad francesa. Este último pasó a la historia por haber sido el creador de la guillotina, un dispositivo letal cuya finalidad era provocar una muerte rápida y sin dolor a los criminales condenados, según lo que disponía la Asamblea Nacional Francesa (Holst, 2005). Deslon aceptó gustoso actuar como el abogado de Mesmer en las reuniones de la comisión (Leslie, 2011).

Los resultados fueron desoladores. Se admitía que las convulsiones generadas en las sesiones colectivas eran absolutamente reales. El problema radicaba en la explicación que de ellas daba Mesmer. En la óptica de sus críticos, adolecían de todo mérito científico y, al mismo tiempo, no tomaban suficientemente en cuenta las peligrosas consecuencias que encerraba su práctica. En vez de ser causadas por la acción del magnetizador, eran simple resultado de la sobre estimulación y la imaginación de las personas que se congregaban en torno a esa especie de bañera (el baquet), equipada con barras de hierro y alrededor de la cual se inducían las sesiones. La consecuencia, obviamente, era más un producto del contagio y el refuerzo colectivo, que actuaban para intensificar el comportamiento general. Las convulsiones inducidas podrían simplemente comunicarse por la difusión, sin que nada tuviese que ver el magnetismo (Goldstein, 2005).El golpe recibido tuvo una intensidad abrumadora. Los problemas se agudizaron cuando uno de los clientes de Mesmer declaró que su tratamiento era una estafa y otro de los que más le apoyaban, Antoine Court De Gebelin (1725-1784), quien además compiló las tradiciones del tarot en un tratado de ocho volúmenes (van Leeuwen & van Leeuwen, 2004) y le otorgó gran impulso como una sabiduría esotérica, falleció mientras estaba en el baquet. Aún con estos grandes tropiezos la fe del público no disminuyó, y Mesmer pudo mantenerse en París hasta 1789, en que la irrupción de la Revolución Francesa y el cambio radical que se produjo en el escenario político le forzaron a dejar Francia definitivamente. Se marchó a Karlsruhe, en la actual Alemania, luego a Suiza, a Viena y otros estados europeos durante los años siguientes, siempre perseguido por el fantasma de los juicios adversos. En Viena debió soportar un nuevo escarnio al ser acusado de espía al servicio de Francia y encarcelado por dos meses (Guiley, 2006). Cuando fue liberado, retornó a la región del Lago Constanza, donde murió en 1815.

Mesmer tuvo varios imitadores “inescrupulosos”, como anota Guthrie (1945), algunos de los cuales eran curanderos que ni siquiera poseían un entrenamiento médico formal. Entre ellos se cuentan el escocés James Graham (1745-1794), quien habilitó el Templo de la Salud en Londres, la estadounidense Elisha Perkins (1741-1799) de Connecticut, que engañaba al público con sus tractores metálicos, esto es, pequeños artilugios magnetizados y el médico inglés Joshua Ward (1685-1761), famoso por sus “gotas” y “píldoras” que logró vender en grandes cantidades. Todos fueron desacreditados por la carencia de soporte científico para sus ideas y prácticas. Ciertos autores también han encontrado conexiones entre el trabajo de Mesmer y las doctrinas sobre el mundo espiritual que desarrolló el científico y místico sueco Emmanuel Swedenborg (1688-1772), que a la edad de cincuenta y seis años comenzó a incursionar en el ámbito esotérico. A partir de 1730 comenzó sus estudios de la relación entre el espíritu y la materia (Matsuo, 2014). En el siglo XIX, Bush (1847) se propuso demostrar los fenómenos dominantes del mesmerismo por la vía de las revelaciones espirituales de Swedenborg, elevando los postulados del mesmerismo a un plano superior del que se acostumbraba contemplarlo. Este nivel, ni más ni menos, es el de los espíritus desencarnados. Haller Jr.(2010) considera que desde los días de Swedenborg y Mesmer la humanidad es percibida en una evolución mental y espiritual que se concibe de muchas formas multifacéticas, algunas de ellas religiosas, y otras abiertamente sumidas en el ocultismo. Los escritores y autores de ficciones también se apropiaron de las ideas de Mesmer y las transportaron a sus historias. Escritores como el estadounidense Edgar Allan Poe (1809-1849), el británico Arthur Conan Doyle (1859-1930) y el francés George du Maurier (1834-1896) ayudaron a fijar la imagen estereotipada del magnetizador, a la que accedió el gran público por décadas enteras (Bonet Safon, 2014).

En nuestros días, la orientación magnética sobre el comportamiento es usualmente desestimada como un ejemplo de pseudociencia y nadie parece tomarla demasiado en serio. A estos descréditos, lamentablemente, mucho contribuyen otros factores, como la personalidad poco convencional de Mesmer y su obvio disfrute de la nombradía que gozó en sus momentos estelares. También un mal situado presentismo (Hilgard, Leary & McGuire, 1991), que analiza estos complejos fenómenos a través de categorías propias de nuestro tiempo, las cuales tienden a asumirse como superiores, y no con las de su misma época, como debiera ser. Pero además hay otros aspectos que deben ser tomados en cuenta, en procura de una valoración más equilibrada. Robinson (1995) resalta con muy buen criterio que la apreciación que se tenga depende de la concepción respectiva sobre la naturaleza del fenómeno mental. Esta, en efecto, puede ser espiritualista o naturalista. Las antiguas teorías que explicaban la enfermedad mental como efecto de la posesión diabólica, por ejemplo, pudieron no estar siempre basadas en la mera superstición, dado que la sustitución de una entidad consciente por otra de tipo espiritual y maligna al interior de una persona no resultan incongruentes con una visión de la unidad de lo mental y lo corporal como la que defendió el filósofo francés René Descartes (1596-1650) en el siglo XVII. Como es bien sabido, él fue uno de los exponentes centrales de las orientaciones dualistas, de amplio predicamento en la psicología antigua y moderna. Sobre Descartes se ha dicho con frecuencia que creó la mente moderna al inventar la conciencia y la noción de su funcionamiento autónomo con relación al mundo material (Brown, 2006). Las facultades racionales pertenecen a la esfera inmaterial del ser humano, que en la terminología cartesiana se denomina la res cogitans. Por lo tanto, es de esperarse que no sea afectada por nada que posea naturaleza material. De esta manera, el origen de las conductas irracionales también debería ser de la misma clase. Cuando en este contexto se hace alusión a las causas inmateriales, no se está significando necesariamente que son espirituales.

Con los otros enfoques como el de la teoría lunar, que atribuía los estados de la locura a la acción de las fases de nuestro satélite natural, se está cruzando hacia una aproximación de corte más naturalista, que coloca el énfasis sobre procesos que tienen un origen secular (Ferngren, 2014). En este tipo de supuestos, donde el magnetismo de Mesmer es una sub-variedad, se asume además de la acción a distancia (de la luna o de magnetos), el principio de que los procesos que son causas físicas objetivamente identificables actúan sobre otros eventos que, en esencia, son inmateriales. Estas explicaciones podían ser vistas como simples ejemplos de brujería desde la tradicional perspectiva racionalista, aunque como Robinson (1995) remarca oportunamente, Mesmer siempre insistió en que los estados mentales que inducía en sus pacientes eran explicables perfectamente en términos físicos. El entrenamiento académico que él recibió, y que además se produjo en una universidad bien reputada, tiene que haberlo capacitado para enfrentar la búsqueda y el estudio de fenómenos nuevos con una actitud naturalista. Por lo tanto, también es perfectamente válida la presunción de que se encontraba actuando bajo la influencia de axiomas que, al menos superficialmente, parecían congruentes con una visión científica de los problemas, aunque estuviese incursionando en cuestiones y aplicaciones bastante nuevas.

Si tomamos en cuenta el marco intelectual de fondo y el contexto de las ideas en el momento exacto que se articulaba el trabajo de Mesmer, pareciera que la calificación de “charlatán”, esbozada algunas veces en contra suyo, resulta no solo injusta sino incluso difícilmente sostenible. Pero además, lo hallamos inmerso en un radical contrapunto de esquemas explicativos concernientes al origen de los comportamientos anormales. Tal vez sea como afirman Schultz & Schultz (2011), que Mesmer era en parte científico y en parte showman. Ese mismo estilo de análisis muy cientificista y ortodoxo que se hallaba anclado en el gremio médico francés es lo que, a juicio de Guilloux (2013) condujo al rechazo radical de la acupuntura, lo mismo que al mesmerismo, entre 1780 y 1830. Por eso, una apreciación de mayor amplitud sobre los aspectos sociales y culturales que confluyen en su obra brinda elementos de juicio que resultan de innegable valor para una ubicación precisa de su lugar en esta incipiente tradición. El mesmerismo ocupó un sitial muy prominente en la historia de la psicología y la medicina, pues aunque muchas de sus estrategias y pertrechos puedan resultar extraños para nosotros, su pensamiento influyó en la práctica futura de la psicoterapia y en la especulación sobre la naturaleza de la psique humana (Dumont, 2010). En tal sentido, suscribimos plenamente las opiniones de Crabtree:

Que el magnetismo animal ya no se practique en su forma original es difícilmente sorprendente. La teoría, en la forma que le dio expresión Mesmer, sería difícil de aceptar para muchos modernos. Lo que es desconcertante es que la historia del magnetismo animal haya sido tan descuidada. El magnetismo animal no es comparable a ciertas modas médicas que florecieron durante un tiempo y luego se apagaron. Tales manías no forman significativamente la teoría o la práctica médica o psicológica, ni afectaron significativamente la evolución de esas disciplinas. El magnetismo animal, por el contrario, tuvo un profundo impacto en la medicina y la psicología. Es un extraño capricho de la historiografía académica que una tradición médico-psicológica que fue investigada y utilizada por los practicantes en cada país del mundo occidental durante cien años antes que Freud ocupara la escena, una tradición que encontró seguidores entre los más brillantes investigadores y pensadores durante ese período y produjo miles de tratados de medicina describiendo decenas de miles de curas y mejoramientos, una tradición que cuenta entre sus ramificaciones a una anestesia quirúrgica practicable y un sistema eficaz de psicoterapia, haya podido ser desestimada hasta hace poco en las historias de la psiquiatría con solo unas pocas líneas superficiales (Crabtree, 2008, p. 556).

Pero más allá de la suerte y reputación de Mesmer y el mesmerismo, que cruzaron por subidas y altibajos dramáticos ya en vida del mismo, hay otro elemento que emerge como el principal heredero intelectual del movimiento: el hipnotismo. Ese fue un proceso gradual y no exento de accidentes. A comienzos del siglo XIX varias personas demostraban un gran interés en la práctica y el estudio de las técnicas magnéticas, oscilando entre quienes sostenían un punto de vista fluidista, aseverando que el magnetismo animal constituía una realidad física, y los que adoptaban una posición animista, defendiendo la tesis de que el fenómeno era más que nada una realidad psicológica (Pintar & Lynn, 2008). Un paso de gran importancia fue la utilización del magnetismo como sedativo. En la primera mitad del siglo XIX algunos médicos marcaron pautas decisivas, como el cirujano escocés James Esdaile (1808-1859) que en 1845 utilizó la técnica para producir la analgesia mesmérica con propósitos quirúrgicos y practicó exitosamente la hipnosis en la India (Williamson, 2012), y el británico John Elliotson (1791-1868), que igualmente reportó algunas operaciones utilizando técnicas semejantes. Elliotson fundó una revista titulada The Zoist: A journal of cerebral psychology and mesmerism and their applications to human welfare (El Zoist: Revista de psicología cerebral y mesmerismo y sus aplicaciones para el bienestar humano), de orientación aplicada más que teórica, y editada entre 1843 y 1856. No obstante, algunas dificultades con la utilización de los procedimientos asociados al mesmerismo condujeron a su paulatino abandono en los hospitales, incluso cuando el uso del éter y el cloroformo como agentes anestésicos no se consideraban completamente adecuados. Muchos, de hecho, los sustituyeron por otros productos (Winter, 1998). Otro ámbito donde el mesmerismo fue aplicado con aparente éxito fue el de la odontología, constituyendo una de las técnicas empleadas con mayor frecuencia, previa a la introducción del éter por inhalación. Los dentistas recurrían a él para aliviar los grandes dolores que implica la extracción de muelas. Sin embargo, no faltaron cirujanos dentales que se le opusieron tenazmente y priorizaron al éter, más allá de su limitada efectividad (Andrick, 2013). En los Estados Unidos, el magnetismo se extendió bastante como aplicación para el adormecimiento. La anestesia fue descubierta en la década de 1840 y el crédito por su hallazgo fue disputado por varios individuos (Eger II, Saidman & Westhorpe, 2014). Con su adopción en los hospitales, las propiedades anestésicas del mesmerismo se fueron olvidando paulatinamente.

El término hipnosis fue introducido por el médico británico James Braid (1795-1860). Durante las primeras demostraciones de técnicas mesméricas a las que Braid asistió en 1841, cuando tenía cuarenta y seis años, y en las que no abandonó su inicial escepticismo, hizo ciertas observaciones que le permitieron formular explicaciones alternativas, tras desarrollar algunos experimentos sencillos. Entre otros detalles, advirtió que los pacientes mesmerizados tenían una incapacidad de abrir los ojos durante las sesiones. Braid supuso que esta condición podía ser causada por un trastorno en el estado de los centros cerebro-espinales y los sistemas circulatorios, respiratorios y musculares, inducidos mediante la mirada y la atención fija, el reposo absoluto del cuerpo y la respiración contenida. Tales fenómenos ocurrían sin la necesidad de invocar la acción de ninguna clase de fluido magnético sobre el cuerpo (Pintar & Lynn, 2008). La palabra hipnosis que Braid utilizó se deriva del griego hypnos, que significa “dormir”. El término ganó una utilización mayoritaria a través del libro Neurohipnología (Braid, 1843), su única obra de gran porte y publicada a pocos años de iniciar sus investigaciones. En tiempo reciente, Robertson (2009) estudió las traducciones al alemán y el francés del último manuscrito de Braid, titulado On hipnotism (Sobre el hipnotismo), de 1860, y del cual no se conserva el original inglés. En el escrito se mantiene la idea de que el hipnotismo significó la superación de procedimientos superfluos como los pases y las “crisis” y la convicción que los fenómenos respectivos no se deben a alguna habilidad especial poseída por el hipnotizador (como el supuesto poder magnético), sino a procesos psicológicos que corresponden a los mismos sujetos. Sin embargo, incluso cuando la nueva acepción se iría desprendiendo lentamente de sus antiguas connotaciones magnéticas, los representantes más conservadores entre los practicantes y científicos de la medicina y la psicología continuaron observando su práctica con duda manifiesta, y aun considerándola una peligrosa forma de charlatanería, especialmente en países como Alemania (Wolffram, 2009).

En 1875, en Francia, comienza la investigación de la hipnosis con la finalidad expresa de tratar la histeria. El neurólogo Jean-Martin Charcot (1825-1893) es quien inicia esta forma de exploración, desde su puesto en el famoso Hospital de la Pitié-Salpêtrière, ubicado en París, que era una clínica de mujeres y un asilo para enfermos mentales. En 1882propuso que la hipnosis, desacreditada todavía a la vista de muchos, podía ser estudiada de manera sistemática. Según él, aludía simplemente a las condiciones fisiológicas incitadas por determinada clase de excitaciones. La hipnosis, como proceso observado en las mujeres que sufren de histero-epilepsia, exhibía tres estados nerviosos: el cataléptico, el letárgico y los estados de sonambulismo (Alvarado, 2009). El hipnotismo científico que impulsó Charcot (1884) tenía que definirse en base a preceptos anatómicos y clínicos precisos, y menos como un hecho sintomático que como un procedimiento de cura. Por ello, considerando que un fenómeno como el sonambulismo debía considerarse una situación anormal y enferma, algo semejante a una “neurosis en miniatura”, y dado que la hipnosis era una técnica susceptible de generar esos cambios de forma experimental, el hipnotismo se entendía como una condición neurótica por excelencia. En consecuencia, podía generar las condiciones adecuadas para la producción de lo que se denominó neurosis experimental (Didi-Huberman, 2003). Fue sobre estas bases que Sigmund Freud (1856-1939) adquirió sus primeras destrezas en el tratamiento clínico de la histeria, en la misma clínica donde trabajó y enseñó Charcot, donde además permaneció por algunos meses como alumno. Con ello ayudó a configurar los pasos iníciales de la teoría y la técnica del psicoanálisis. Algunos discípulos renombrados de Charcot, como el anatomista Paul Richer (1849-1933), discutió en detalle los fenómenos relacionados con los ataques de histero-epilepsia o el gran ataque histérico (Richer, 1881).

Pero Charcot tuvo un rival de peso, que fue el médico Hippolyte Bernheim (1840-1919), un profesor de la francesa Universidad de Nancy y autor de libros como De la sugestión en el estado hipnótico y en el estado de vigilia (Bernheim, 1884) e Hipnotismo, Sugestión, Psicoterapia: Nuevos estudios (Bernheim, 1891), por mencionar los principales. Para Bernheim, la sugestión era la verdadera clave para comprender estos fenómenos y por ello desempeñaba un rol verdaderamente esencial (Gravitz, 1991). Concibió la idea de que la hipnosis era un estado psicológico normal y, por consiguiente, no patológico. De esta manera se apartaba considerablemente de la concepción que postulaba Charcot. Entre los colaboradores de Bernheim se contaban muchos investigadores jóvenes y talentosos, como Henri-Étienne Beaunis (1830-1921), quien realizó sus estudios de Medicina en París y Montpellier y en 1889 fundó el primer laboratorio de psicología experimental en Francia (Nicolas, 1995). También realizó contribuciones valiosas sobre el estudio del sonambulismo. Beaunis (1886) sostuvo que los individuos que ingresan a esta categoría no son raros, y que tales comportamientos solo pueden ser provocados en los histéricos. Por el contrario, el sonambulismo artificial puede obtenerse en un gran número de sujetos, ya sean niños, viejos y hombres de toda constitución y temperamento. A comienzos del siglo XX, muchos autores que escribieron textos sobre el hipnotismo continuaron profundizando en las nociones básicas de la sugestión. Forel (1907), por ejemplo, definió la hipnosis como la condición de sugestionabilidad, lo cual permitía diferenciarlo del sueño ordinario, con el que mantiene una estrecha relación. Decía que la hipnosis se producía en tres diferentes maneras: a) a través de la influencia psíquica de una persona sobre otra mediante la inserción de ideas en el otro e induciendo a aceptarlas; b) a través de la acción de objetos vivos o inertes o de un agente misterioso en el sistema nervioso y c) a través de la reacción de la mente sobre sí misma, que también se denomina auto-hipnotismo. Otros autores realizaron distinciones entre lo que llamaron la mente objetiva y la mente subjetiva (Moore, 1900). La primera era el resultado de la organización del cerebro, la segunda, en cambio, se reconocía como una entidad distinta, y en tanto no se opone normalmente a la mente objetiva, controla los cinco sentidos físicos del cuerpo, y para el control y curación de las enfermedades, su poder se suponía insuperable. La acción hipnótica actuaba a través de esta segunda dimensión de la mente. Para este autor, el hipnotismo era un estado auto-inducido, con el sujeto aportando más para acceder a tal condición que el propio hipnotizador u operador.

En otros sitios de Europa, como la fría Rusia, los procesos vinculados con el hipnotismo igualmente atrajeron seguidores famosos. Tal es el caso, por ejemplo, de Vladimir Bechterev (1857-1927), el multifacético investigador ruso que también estudió los mecanismos relacionados con el condicionamiento clásico descubierto por su compatriota Iván Petrovich Pavlov (1849-1936). Junto con los principales investigadores de su país que trabajaron en el límite formado por la psicología y la fisiología, incluyendo a Pavlov mismo e Iván Séchenov (1829-1905), Bechterev compartió los lineamientos de un estricto monismo materialista (Zumalabe Makirriain, 2003). En 1906 publicó una obra titulada Psicología objetiva, traducida al francés en 1913 (Bechterew, 1913). El libro representó un claro antecedente para el conductismo propiciado en la década siguiente por el estadounidense John B. Watson (1878-1958) (Boakes, 1989), cuyas tesis centrales acaban de cumplir su primer siglo. Las investigaciones de Bechterev (1910) sobre el complejo tema de la sugestión se inscriben dentro de la tradición francesa inaugurada por Charcot y Bernheim. Pavlov, asimismo, se interesó en los problemas del hipnotismo, principalmente intrigado por el hecho que sus perros continuamente se quedaban dormidos en el transcurso de los experimentos. Concluyó que el sueño era un estado de inhibición generalizada y que existen varias fases hipnóticas comprendidas entre aquél y la vigilia. Hacia 1918había tenido oportunidad de observar numerosos pacientes y le había llamado la atención en particular la aguda semejanza entre algunos de sus síntomas y los que observaba en el laboratorio con sus animales (Todes, 2014).

En Francia también sobresalió el trabajo del psicólogo y neurólogo Pierre Janet (1859-1947), una de las figuras centrales en la historia de la psicología gala (Nicolas, 2002). Janet es recordado por que desarrolló un concepto no psicoanalítico del subconsciente, donde ciertos procesos cognitivos que no alcanzaban a ser percibidos por la consciencia podían llegar a ella por medio de la hipnosis (González Ordi & Miguel-Tobal, 2000). Ideó el concepto de la desagregación, que aludía a un estado de disociación de la mente. De acuerdo a esta visión, una parte de ella permanece vinculada a la conciencia y las actividades voluntarias, y la otra, es del todo ajena a los procesos conscientes y volitivos, pero con el potencial de emprender acciones de bastante complejidad motora. También creó la teoría del automatismo psicológico total o parcial, con lo que buscó explicar los estados amnésicos que se registran en los desdoblamientos de la personalidad (Janet, 1889). A lo largo de su carrera mantuvo fuertes y agrias disputas con Freud y los psicoanalistas por la prioridad en el desarrollo de algunos de sus principales conceptos, que alcanzaron su punto álgido en el XVII Congreso Internacional de Medicina, en Londres, en 1913. El hecho que la controversia se saldara finalmente a favor de Freud hizo que las ideas de Janet, infortunadamente, cayeran en el olvido, y su figura histórica quedara centrada exclusivamente en la disputa sobre el psicoanálisis (Dagfal, 2013).

El fisiólogo Charles Richet (1850-1935), ganador del Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1913 por sus trabajos sobre las anafilaxis, publicó en 1875 un artículo sobre el sonambulismo provocado, tres años antes que Charcot utilizara la hipnosis en las pacientes con histeria (Wolf, 1993). Además de sus intereses anclados en la fisiología, Richet incursionó en la investigación de los fenómenos parapsicológicos, desarrollando un campo nuevo que denominó metapsíquicay también escribió un conocido tratado sobre el tema (Richet, 1922). Otros exponentes fundamentales de la psicología francesa como Alfred Binet (1857-1911), más conocido por haber sido el creador de la primera escala métrica para la inteligencia infantil junto al médico Théodore Simon (1872-1961) (Binet & Simon, 1904), y con aportes muy amplios a la psicología cognitiva (Nicolas & Ferrand, 2011) y la edición científica, también escribió un libro sobre el magnetismo animal, en colaboración con el médico Charles Féré (1852-1907) (Binet & Féré, 1887). Los autores, que aludían extensamente a la obra de Mesmer, concibieron su obra en el contexto de las intervenciones hospitalarias que tenían lugar en La Salpêtrière y opinaban que las causas de la fortuna tan diversa que sufrió el magnetismo animal, y la razón de que no haya entrado antes al dominio de la ciencia, obedecía sobre todo a los defectos de sus métodos.

En muchos países de habla española, estos intereses en los procesos hipnóticos tuvieron una amplia penetración. Sin embargo, para muy pocos de ellos se disponen de análisis sistemáticos. En España, por ejemplo, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934), quien también fuera ganador del Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1906 junto al médico italiano Camilo Golgi (1843-1926) por su descubrimiento de la unidad funcional de la neurona, fue un entusiasta de este tipo de estudios en la línea abierta por Bernheim. Aunque no realizó hallazgos originales, puede considerarse un pionero internacional en la utilización de la hipnoanalgesia (Sala, 2008). También incursionó en la investigación de los fenómenos parapsicológicos, que fascinaban a muchas mentes inquietas en los comienzos del siglo XX, entre ellas el psicólogo estadounidense William James (1842-1910) (Sech Junior, Araujo & Moreira-Almeida, 2012), que dedicó el capítulo 27 de los Principios de Psicología (James, 1890), en el volumen segundo, al problema de la hipnosis. James, que ejerció una considerable influencia en Cajal (Villegas & Ibarz, 1990), se interesó vivamente por fenómenos como el espiritismo y la parapsicología. Pero en este punto su colega español permaneció completamente escéptico. En México, algunos médicos como Fortunato Hernández en 1886 y Faustino Guajardo y Ferreol Labadié en 1887trabajaron sobre el hipnotismo. Además, Luis Hidalgo Carpio había escrito sobre el mesmerismo en 1870 (Vallejo, 2015). La primera publicación de un autor paraguayo, aunque residente en Buenos Aires, que estuvo referida al fenómeno hipnótico se debió al médico Diógenes Decoud (1857-1920), en cuyas páginas se apreciaba la influencia de Charcot (Decoud, 1888).

Pero pese al entusiasmo inicial, a comienzos del siglo XX la investigación sobre los fenómenos hipnóticos parecía haber perdido mucha de su antigua fuerza. Charcot falleció en 1893, Bernheim continuó trabajando pero en aislamiento y el psicoanálisis, por su parte, obtuvo gran impulso, sobre todo en la terapia de la neurosis. Con las dificultades que Freud experimentó para el manejo y aplicación de la técnica, y su abierta preferencia hacia la asociación libre, el buen momento para la hipnosis parecía haber terminado (Guilloux, 2008). Sin embargo en las décadas siguientes, y llegando hasta la actualidad inclusive, las búsquedas que se iniciaron con los primeros intentos magnéticos de Mesmer han vuelto a conformar una línea de indagación y aplicación sobre un fenómeno cuyos ajustes en la conceptualización básica ayudaron a reconciliarlo mejor con las exigencias del método científico y su visión apegada a una concepción naturalista de la realidad. La investigación hipnótica y la psicología cognitiva formaron alianzas importantes en el presente (Baker, 1990). Basados en el gran número de citas que pueden hallarse en la literatura técnica contemporánea, Sos Peña & Polock (1998) sostienen que las teorías de Charcot y Bernheim siguen plenamente vigentes en la actualidad.

La interpretación de los rostros

Si cualquiera de nosotros se dispone a observar con cuidado el rostro de un individuo y lo escudriña detenidamente, podrá notar de inmediato algunos rasgos significativos. Al fijar la atención por unos instantes, las características resaltantes comienzan a sobresalir y se percibe fácilmente cómo la mirada, y cada expresión de la persona, pronto arrojan características que arbitrariamente asociamos a las particularidades de su carácter y personalidad. La forma de los ojos, la nariz o la boca, entre otros, proyectan indicios certeros. Este razonamiento tan simple, y hasta ingenuo en apariencia, es la base sobre la que se sustenta la fisiognomía. La palabra se deriva del griego physis (naturaleza) y gnomon (intérprete) o gnome (indicador). Porter (2005) remarca que fisiognomía en su forma actual es un término latino y medieval. Esta práctica se asocia habitualmente al trabajo de Johann Caspar Lavater (1741-1801), un escritor, filósofo y teólogo protestante suizo, que a diferencia de Mesmer, no había recibido un entrenamiento formal en ciencias. Sin embargo, existen antecedentes puntuales, de mayor antigüedad incluso que para el magnetismo animal, y que van más atrás de la obra de los griegos. La lectura del rostro era una práctica común en lugares tan diferentes como Egipto y Arabia. En China fue una profesión antes de la era de Confucio (551-479 a.C.). Los chinos desarrollaron sus propios códigos interpretativos, categorizando a la frente alta como un indicio para la buena fortuna, los ojos como indicadores de energía e inteligencia, la nariz como una pista para discernir sobre la riqueza y el rendimiento, y la boca como reveladora de la personalidad. Igualmente, fueron los primeros en ocuparse del significado de la asimetría facial. La mitad izquierda del rostro reflejaba el lado masculino y paternal, mientras que el derecho, el femenino y maternal. La simetría en ambos lados de la cara era un indicador del mejor equilibrio psicológico (Fridlund, 1994).

Buscando en la obra de los griegos es posible encontrar varios ejemplos notables de creencias relacionadas al rostro. Galeno (129-217), el gran médico del siglo segundo y tercero, por ejemplo, aseguraba que Pitágoras de Samos (569-475 a.C.) era el creador de la fisiognomía científica. Este filósofo y matemático habría tomado por regla el nunca ser amigo de alguien o aceptarlo como un discípulo si no se hallaba conforme con la forma que presentaba su semblante. Otra anécdota célebre entre los griegos es que el fisiognomista egipcio Zopyrus había afirmado que Sócrates, a juzgar por su rostro, debía ser alguien estúpido y de gruesa imbecilidad porque no mostraba ciertos pliegues en el cuello que se ubicaran por encima de la clavícula (Tytler, 1982). Desde luego, sabemos que las cosas no eran así. El análisis de la forma del rostro era un criterio importante utilizado por los griegos para la admisión a los estudios. Stanley (2010) relata el caso de Mnesarco, un griego que envió a un joven llamado Astreo junto a Pitágoras, quien lo recibió y aceptó en su grupo. Para ello tomó en cuenta únicamente su fisiognomía y algunos movimientos del cuerpo. Los médicos Hipócrates (460-370 a.C.) y Galeno (130-200/216) incorporaron procedimientos para el análisis del rostro a sus habituales rutinas diagnósticas. Hipócrates fue el primero en utilizar el verbo fisiognomizar, en su libro Las epidemias.

Pero el primer tratado formal se atribuye al gran filósofo griego Aristóteles (384-322 a.C.), o en todo caso a un incógnito pseudo-Aristóteles. En ese trabajo, titulado Fisiognomía, se reflexiona sobre la forma en que el alma y el cuerpo interactúan entre sí para hacer posible una interpretación de los rostros. La perspectiva de Aristóteles fue interpretada por muchos como un epifenomenalismo, es decir, que las funciones psicológicas son explicables en términos de los estados fisiológicos de la persona. Esta visión pudo hacer mucho más fácil la aceptación de tales postulados. Aristóteles añadió al estudio de la fisiognomía, como valor agregado, su enorme prestigio, lo cual también contribuyó para la aprobación de esta como un campo de estudio respetable. Galeno, basado en los escritos de Hipócrates y Aristóteles, proveyó el soporte de la teoría de los humores, aunque criticó a los fisiognomistas por su manifiesto fracaso en incorporar el elemento causal como parte de sus explicaciones funcionales. En el mundo antiguo existieron otros tratados como el escrito por Loxo, un médico del siglo IV o III a.C. que escribía en griego y del que no se conserva obra escrita alguna. Igualmente Polemón, un autor del siglo I o II, cuyo trabajo ha llegado hasta nosotros a través de una traducción árabe y un epítome griego elaborado por Adamantio o Adamantino de Alejandría (Val Naval, 2002). El filósofo griego Teofrasto (371 a.C.-287 a.C.) también unió algunos de estos elementos a sus estudios sobre los caracteres (Theophrastus, 1902). Allport (1970) señaló como una interesante particularidad en las descripciones carácter o lógicas de Teofrasto que todos representaban tipos viciosos o desagradables, tal vez porque encontraba aburrida la consideración de individuos corrientes. Tampoco faltan pasajes que asemejan referencias fisiognómicas en la Biblia, especialmente el Antiguo Testamento, como por ejemplo en Isaías 3:9, que dice: “La apariencia de sus rostros testifica contra ellos; porque como Sodoma publican su pecado, no lo disimulan. ¡Ay del alma de ellos! porque amontonaron el mal para sí” (Porter, 2005).

Durante la Edad Media hubo muchos escritores que incursionaron en este campo munidos de variados criterios. Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio (480-524), por ejemplo, discutió sobre los rostros de forma muy breve, en sus comentarios a la obra de Aristóteles. El médico y alquimista escocés Miguel Escoto (1175-1232) escribió un libro sobre fisiognomía, que fue conocido en la era renacentista con el nombre de Sobre los secretos de la naturaleza. Era un homenaje al rey Federico II de Hohenstaufen (1194-1250), para que le sirviese en la identificación de los consejeros sabios y confiables, a partir de su apariencia externa. Por su importancia, la fisiognomía era descripta como una “doctrina de la salvación”, que permite a sus practicantes diferenciar a aquéllos inclinados hacia la virtud o el vicio (Resnick, 2012), y de esta forma, aporta elementos útiles para evitarlos. Estas observaciones nos permiten ver que la fisiognomía, en el uso terminológico que le dieron los diferentes autores y épocas, apuntaba a sentidos diversos. Ghersetti (2007) recuerda que en ella se intersectan desde los significados zoológicos hasta los divinatorios, pasando por la psicología, la ética y la política. El sentido resultante es polimórfico y en ocasiones ambiguo. Esta característica es general pero sobre todo aplicable al mundo árabe, donde alternó entre la medicina y la astrología.

Ya en el Renacimiento tardío, el filósofo y alquimista Giovanni Battista della Porta (1535-1615) produjo una monumental obra de fisiognomía en cuatro volúmenes que fue publicada en 1586, pero aumentada a seis en 1601. Fue un tratado de corte enciclopédico que condensó todos los conocimientos sobre el tema, convirtiéndose así en el referente fundamental para los estudios fisiognómicos al menos durante dos siglos. Con este tipo de libros, el conocimiento de los rostros institucionalizó una mirada decididamente psicológica en la que lo intangible, es decir lo mental, puede reconocerse en lo tangible, en este caso el cuerpo y sus expresiones faciales (Lozano Pascual, 2009). Della Porta también enfatizó las relaciones entre la fisonomía y su color, por lo que Epstein (2001) lo ha incluido entre los predecesores del racismo moderno, porque tuvo más en cuenta el tono de los “humores” que cualquier otro aspecto etnológico propiamente dicho. Artistas de gran renombre como Leonardo da Vinci (1542-1519) tomaron profundo interés en la expresión del rostro, asumiendo que a través del él podía encontrarse alguna indicación sobre la naturaleza del hombre, sus vicios y complexión (Oommen & Oommen, 2003).

En términos amplios, fueron muchos los autores que entregaron aportes a la fisiognomía en el amanecer de la era moderna. Pero como antes apuntáramos, Lavater es habitualmente estimado como el más representativo y universalmente reconocido. Él nació en 1741 en Zúrich. De su padre, Henry Lavater, sabemos que fue un médico reputado como muy habilidoso y buen ciudadano, así como miembro del gobierno de aquélla ciudad (Lavater & Holcroft, 1853). Pero su madre, Regula Escher, es descripta como poseedora de un carácter estricto y severo, que influenció decisivamente en la personalidad del joven Caspar, cuya niñez fue muy solitaria, aunque compensada con el goce de una exuberante y ensoñadora imaginación. En 1763, a la edad de veintidós años, viajó a Leipzig y Berlín, donde pudo frecuentar el trato de varios intelectuales y teólogos eminentes. Volvió a su hogar al año siguiente y en 1767 debutó como poeta. Ese mismo año lo nombraron ministro diácono en la Iglesia para los Huérfanos de Zúrich, donde sus sermones, de acentuado tinte místico, se hicieron muy famosos. Tomaron forma de libro en 1772, habiendo sido objeto de gran admiración incluso en el extranjero (Partington, 1838). Al mismo tiempo, su comportamiento intachable y disposición benevolente lo hicieron un auténtico referente moral para los fieles de su congregación (Knight, 1867). Las primeras incursiones con la fisiognomía se iniciaron poco después.

Lavater también demostró atracción hacia el magnetismo animal, y en una visita a Bremen, Alemania, en 1786, expuso sobre tales procesos a varios médicos, logrando que algunos de ellos, como Arnold Wienholt (1749-1804) se volvieran acólitos de este método (Moll, 1897). En su labor como ministro eclesial, Lavater tuvo ocasión de familiarizarse con una gran cantidad y variedad de personas, y pronto se convenció de que existe una poderosa conexión entre el aspecto interno del hombre y la expresión exterior de la fisionomía, mucho mayor de lo que habitualmente se supone. Para él, las líneas del rostro estaban directamente relacionadas con el temperamento y podían considerarse una ajustada expresión del mismo. Sus minuciosas observaciones tenían el firme propósito de ubicar a la fisiognomía en el rango de una ciencia, para lo cual procedió a generalizar sus hallazgos lo más ampliamente que pudo (Knight, 1867). Como parte de su metodología, recolectó figuras de rostros de personas eminentes en diversos lugares del mundo. Hay que recordar que, en la época que le tocó trabajar, aún no se había inventado la fotografía.

En 1775 salió a la venta la obra magna de Lavater, titulada Fragmentos de fisiognomía para aumentar el conocimiento y el amor de la humanidad (Lavater, 1853), en cuatro volúmenes de lujosa encuadernación (Millon, 2004).Las imágenes se hallaban cuidadosamente explicadas y en ellas el autor se lucía notablemente en la elegante fluidez de su prosa. La fisiognomía conquistó numerosos seguidores, algunos de ellos poseedores de una actitud casi rayana en el fanatismo, aunque también atrajo críticas, que luego discutiremos con mayor detalle. Sin embargo, con el correr de los años, Lavater vio decrecer su interés hacia los temas relacionados con el rostro y dedicó mayor tiempo y espacio a la poesía y los escritos de contenido religioso. En relación a estos también ganó la atención y la amistad de algunas de las inteligencias más eminentes de la época, como el filósofo Immanuel Kant (1721-1804), a quien Lavater había solicitado opinión en referencia a su libro La fe y la oración (Kuehn, 2001). También ejerció notable influencia en el poeta y pintor inglés William Blake (1757-1827), que sentía gran consideración hacia su trabajo (Green, 2004). En lo que concierne a los fundamentos profundos de sus creencias, y que muestran una evidente confluencia con sus puntos de vista relacionados con la fisiognomía, creía en la manifestación física y sensible de los fenómenos sobrenaturales, e igualmente se mostró entusiasta ante la posibilidad de exorcizar demonios o curar personas, en especial a través del magnetismo animal.

Llegada la Revolución Francesa en 1789, Lavater abrazó la causa con entusiasmo, pero tomó distancia y hasta se convirtió en un adversario desde el púlpito luego de producida la decapitación de Luis XVI. Cuando los acontecimientos revolucionarios afectaron Suiza, Lavater se instauró como un crítico de oratoria incisiva y gran prestigio social. Indudablemente, no era buena propaganda tener un antagonista como él. Fue enviado a Basilea en 1796 pero luego puesto nuevamente en libertad. Pero el 26 de septiembre de 1799, cuando el ejército republicano francés al mando del comandante militar André Masséna (1754-1818) capturó la ciudad de Zúrich, recibió un certero disparo en el costado, mientras se hallaba en las calles ayudando a los afligidos y proveyendo consuelo a los soldados exhaustos por la guerra. Se rumoreaba entonces que Lavater conocía la identidad de quien lo hirió, pero por su gran espíritu cristiano jamás tuvo la intención de delatarlo. Como consecuencia de ese grave incidente tuvo que enfrentar una convalecencia de varios meses, de la que nunca se recuperó, pero durante la cual no cesó de escribir. El día previo a su muerte, sus allegados lo notaron mucho más compuesto y sin reportar dolores, pero de inmediato interpretaron que se trataba de un preludio a la gran crisis natural que se avecinaba (Lavater & Holcroft, 1853). Falleció el 2 de enero de 1801, alrededor de las quince horas. En lo que concierne a su vida personal, Lavater fue un hombre tan recto y piadoso que llegó a merecer de uno de sus biógrafos el elevado concepto que, de haber vivido en los tiempos antiguos, habría merecido la consagración como uno de los santos de la iglesia (Partington, 1838).

Lavater mantuvo algunos puntos de vista muy particulares respecto a su práctica de la fisiognomía, entre ellos la convicción de que él, es decir su persona, se hallaba imbuida de una condición especial para reconocer a Dios en los seres humanos a través de la adivinación de los rasgos deducibles de las líneas y las formas que presenta el rostro (Fridlund, 1994). Puede que esta suposición fuera tan solo una particularidad suya, pero la fundamentación religiosa constituyó un ingrediente relativamente habitual, no solo para la fisiognomía que practicaban Lavater y algunos de sus contemporáneos de menor fama, sino varios de los demás cultores que trabajaron en los siglos inmediatamente precedentes. En algunos casos, se asemejó a una forma atenuada de misticismo cuyas bases se encuentran esencialmente en el ámbito teológico. Para los observadores contemporáneos, esta posición representa un divorcio completo de la ciencia en la forma en que la concebimos actualmente. Las cosas en verdad poseen un tamiz diferente, pues como subraya Porter (2005), incluso aquéllos esfuerzos denominados “científicos” durante este período todavía estaban muy fuertemente enraizados sobre nociones que corresponden primariamente a la fe. En una época en que el surgimiento del Romanticismo se hallaba en ciernes, la sensibilidad hacia lo corporal que emanaba de la fisiognomía, así como su interés intelectual, una vez más aparecía en estrecha concordancia con los intereses religiosos y científicos de los investigadores. Los rasgos que identifican a las personas en su carácter, a la vez, se manifestaban de forma abierta en lo cotidiano de la corporalidad. Henderson (2011) expresa de manera muy gráfica que, si en el siglo XVIII alguien podía generalmente confiar en la vestimenta y atavíos de una persona para determinar su rango social de manera inmediata, en el XIX era posible ir hasta una capa más profunda, confiriendo la estimación del status a los signos que se encuentran incrustados en el cuerpo mismo. Este cambio comienza con la fisiognomía y su intento por desarrollar una taxonomía del rostro, profundizándose después con las investigaciones de corte naturalista que impulsó la frenología, que exploraremos en la segunda parte de este artículo.

El rostro fue considerado por Lavater (1853) en sus diferentes componentes, y algunas puntualizaciones sintéticas valdrán como inmejorables ejemplos: a) la frente (la forma, la altura, arqueo, la proporción, la oblicuidad, y la posición del cráneo o el hueso de la frente mostraban la propensión, el grado de energía, el pensamiento, y la sensibilidad del hombre. La cubierta, es decir la piel de la frente, su lugar, color, arrugas, y la tensión, denotan las pasiones y el estado actual de la mente); b) los ojos (por ejemplo, los ojos azules están más asociados con la debilidad, el afeminamiento y flexibilidad, que los marrones y negros. Lavater admitía, desde luego, que muchos hombres poderosos de la historia tuvieron los ojos azules, aunque era del criterio que la fuerza, la virilidad y el pensamiento combinaban con los ojos marrones más que con los azules. Todo ello pese a que los chinos rara vez poseen ojos azules, y es frecuente encontrar en ellos los de color oscuro. Esta situación no dejaba de ser intrigante para nuestro autor, pues “…no hay gente más afeminada, lujosa, apacible, o indolente que los chinos” (Lavater, 1853, pp. 384. La contaminación de los prejuicios culturales de la época es aquí más que patente); c) las cejas (consideradas individualmente, son determinantes del carácter. Por ejemplo, las arqueadas son indicadoras de lo femenino, mientras que rectilíneas y horizontales, expresan masculinidad. La combinación de lo arqueado y horizontal, dejan entrever comprensión masculina y bondad femenina); d) la nariz (Esta era el fundamento, soporte o estribo del cerebro. Una nariz hermosa nunca se verá acompañada de un feo rostro. Una persona fea puede tener bellos ojos, pero no una nariz agradable); e) la boca y los labios (Lavater decía que cuanto está en la mente se comunica a la boca. Todos los grandes honores le corresponden: el principal asiento de la sabiduría y la locura, del poder y la debilidad, la virtud y el vicio, la belleza y la deformidad de la mente humana, el asiento de todo amor, todo odio, toda la sinceridad, toda falsedad, toda humildad, el orgullo, el disimulo y la verdad); f) los dientes (cuando son cortos y pequeños, que en general se ha considerado por los antiguos fisiognomistas que revelan debilidad, en los adultos indican una fuerza extraordinaria, aunque rara vez sean de un blanco puro. Los dientes largos son propios de gente débil y pusilánime. Los dientes blancos, limpios y bien organizados, visibles tan pronto como se abre la boca, pero que no se proyectan ni se perciben en su totalidad, no son comunes en personas adultas, excepto en los hombres buenos, de sentido agudo, honestos, cándidos y de fe); g) el mentón (la proyección de este hueso siempre enseña aspectos positivos, y su aspecto en retirada, algo negativo. La presencia o ausencia de la fuerza en el hombre está a menudo relacionada con las características de la barbilla).

Como afirmara Brewer (1812), de la indulgencia de las buenas o las malas pasiones de la mente dependen la felicidad o la miseria de la humanidad. Lavater pensaba que aquéllos que conociesen la fisiognomía y la utilizaran con adecuado discernimiento podrían leer lo interno desde lo externo, es decir, el carácter de lo humano a través del semblante y su correcta representación gráfica. Muchos libros publicados en el siglo siguiente a su muerte continuaron definiendo la fisiognomía de maneras semejantes a ésta, por ejemplo como el estudio del hombre interior y moral mediante la observación del hombre exterior y físico (Ysabeau, 1870)o como el conocimiento del interior del hombre por su exterior, el alma por el cuerpo, lo cual constituye el arte de apreciar con la ayuda de ciertos indicios lo que no golpea inmediatamente los sentidos (Poupin, 1837). El análisis de la fisonomía involucraba, para Lavater, más que la simple práctica objetiva de una ciencia. Su punto de vista sobre el rostro era que reflejaba la verdad ética y del espíritu, descubriendo en la mayor belleza o fealdad del semblante una distancia o cercanía, en igual proporción, al ideal de la divinidad. Stemmler (1993) considera que las creencias cristológicas de Lavater y su énfasis en la forma de la materia clarifican la importancia fundamental que para él tenía la fisiognomía en un universo que se concibe como físico, moral y espiritual. En realidad, toda su obra parece moverse siempre en esta particular tensión entre la aspiración esencial a un lenguaje científico y la impronta teológica que en todo tiempo es muy fuerte y notoria en su discurso y sus intenciones. Lavater no habla todavía como un científico, sino como teólogo, afirma con razón Sala Rose (2003). Su propósito central era únicamente confirmar la hipótesis de que la naturaleza no es otra cosa que la expresión del lenguaje de Dios, y que los rostros humanos reflejan su belleza inmanente. Los pecados y los vicios, que se manifiestan en nuestra expresión física, no hacen sino apartarnos de su camino. Por eso, la belleza facial está en directa relación con el goce de la virtud y la proximidad al creador, mientras la deformidad indica nuestra mayor distancia.

La creencia fundamental era que una descripción de la naturaleza humana involucraba una exposición de las propiedades o la esencia de la mente y el carácter. De este modo podían obtenerse patrones para comprender el sentido de la unidad y orden del mundo físico, basados en la actividad cognitiva. En la medida que las acciones, gestos y expresiones fuesen reconocidos, la esencia que define lo mental también podría desentrañarse a cabalidad. Esto en razón de que el estado en que se encuentran el alma y la mente de la persona cabrían deducirse de tales observaciones. Henderson (2011) considera que esta es una visión de tipo esencialista, pues su implementación se cimentaba estrechamente sobre las presunciones hechas en base a los indicios que brindaban los rostros. Lo que al mismo tiempo demuestra en puridad el enfoque al que apeló Lavater. Su idea básica era que la fisiognomía podría ayudar a la gente a conocer la verdad y al mismo tiempo suscitar el amor entre los seres humanos. En su obra principal (Lavater, 1853) estableció que la fisiognomía se divide en varias dimensiones bajo las cuales el hombre puede ser analizado, es decir, entre lo animal, lo moral y lo intelectual. Cualquiera que pueda efectuar un juicio correcto del carácter de un hombre, basado en aquéllas manifestaciones de su exterior, es básicamente un fisiognomista. Pero el fisiognomista científico es aquél que además puede organizar y reconocer, y definir correctamente, las cualidades del rostro. El fisiognomista filosófico, por su parte, analiza los principios que subyacen a esos rasgos exteriores, que son las causas internas de los efectos externos. Igualmente distinguió la fisiognomía de la patognomia. Reservó el primer término para referirse al conocimiento de aquéllos signos que indican los poderes y las inclinaciones de los hombres, mientras que la patognomía es el conocimiento de los modos en que se expresan las pasiones (Lavater, 1853).

La fisiognomía aspira a conocer el carácter en reposo, mientras la patognomía devela el carácter en movimiento. En el primer caso, se muestra por la forma de lo sólido y el aspecto de las partes móviles en tanto se hallen en reposo. El carácter insuflado de pasión se manifiesta por las partes movibles mientras se encuentran en movimiento. En este sentido, la fisiognomía puede ser comparada a la suma total de la mente, y la patognomía al producto que arroja esta adición completa (Lavater, 1853). La primera exhibe lo que es el hombre en general, la segunda, en lo que llega a convertirse en determinados momentos. Aquélla muestra lo que el hombre podría llegar a ser, ésta, lo que el hombre simplemente es. La fisiognomía conforma la raíz, la patognomía el suelo en que aquélla se planta. La fisiognomía puede verse también como la parte referida a la estructura de la cabeza y las mediciones que pueden seguirse de ellas, mientras que la patognomía concierne a las secciones musculares. Lavater mantuvo que el principal objeto de la investigación fisiognómica era la constitución, forma y curvatura del cráneo. La estructura ósea y la medición cuidadosa que de él puede hacerse forman el más claro indicador de la naturaleza del hombre, mientras el rostro y la carne solamente son los accidentes (Stemmler, 1993). La nacionalidad de un individuo también debía tomarse en cuenta como un elemento determinante para sus rasgos faciales. Así como creía en la existencia de un carácter particular en las naciones, pensaba que existe una fisiognomía que coincide con los habitantes de cada país. El rostro de una persona revela más de lo que es una nación y lo que conforma lo nacional en sus ciudadanos que todo cuanto pueda descubrirse a través de lo que hace la población. Entonces, el examen de los rostros servía no solo para reconocer las principales razas de la especie humana, sino también para distinguir entre ellas a las diversas patrias. Bourdon (1842) citaba como ejemplos a distinguir entre los europeos la vivacidad y la alegría ingeniosa de los franceses, el orgullo y la firmeza de los ingleses, la bondad del alemán, el orgullo del español y la finura de los italianos.

Pese a disfrutar de numerosos seguidores en sus días, Lavater (1853) fue plenamente consciente de las oposiciones que despertaba su enfoque entre aquéllos críticos que lo veían con disolvente escepticismo. Haskins (1839), por ejemplo, opina que los Fragmentos de Fisiognomía configuran la más extraordinaria mezcla de hechos y fábulas, de observación y teoría, comentarios agudos y absurdo sofisticado que haya sido producido en el rango de la investigación moderna. Otras valoraciones de la misma época son semejantes a ésta. Lavater atribuyó como principales causas de los antagonismos a los siguientes factores: 1) En primer lugar, menciona los muchos “absurdos” que se habían escrito y difundido contra la fisiognomía. Esa ciencia que Lavater llamó “sublime” se había degradado a través de las tonterías más pueriles. Arguyó que la fisiognomía era confundida con la adivinación del rostro y la charlatanería de la quiromancia. Consideraba absolutamente insultante este hecho para todo el conjunto de esta ciencia, tanto la que había sido cultivada desde los días de Aristóteles como la que llegaba hasta su propio trabajo; 2) Muchos de los adversarios de la fisiognomía, sin embargo, poseen el más benevolente de los corazones. La razón detrás de estas animosidades radica en los temores que la fisiognomía despierta en el sentido que pudiera ser utilizada para transmitir juicios absurdos y perjudiciales que se difundirían por acción de los ignorantes y maliciosos. Lavater (1853) admitía que estos temores no se hallaban del todo carentes de fundamento, e incluso coincidía con la opinión de estos individuos más piadosos. Era el riesgo, decía, de la calumnia disfrazada de hechos; 3) Otra causa de la oposición, con frecuencia, es la debilidad del entendimiento, por cuanto muy pocos de quienes levantan críticas poseen la verdadera capacidad de examen cuidadoso que la fisiognomía presupone. Incluso, se preguntaba Lavater, cuántos verdaderamente serán capaces de sujetarse de manera estricta a lo que han asimilado de los rostros, incluso entre quienes posean la destreza necesaria para observar; 4) Algunos pueden oponerse por modestia y humildad, al no admitir el reconocimiento que hacen los demás de muchas de sus cualidades personales, al considerarse inferiores a lo que de ellos se descubre y se supone por la aplicación simple de la fisiognomía; 5) La mayoría, sin embargo, eran adversarios porque temían a la luz que esta ciencia pudiera echar sobre los asuntos humanos.

Tras la muerte de Lavater, los estudios fisiognómicos se fueron debilitando paulatinamente, pero el interés en la expresión facial como un eje fundamental para el estudio científico está lejos de haber menguado. No obstante, hubo cambios fundamentales en las actitudes y, principalmente, en los principios teoréticos. También en lo que concierne a la metodología. Un punto de inflexión fundamental es la obra de Charles Darwin (1809-1882) referente a la expresión de las emociones en los animales y el hombre (Darwin, 1872), que estableció nuevas bases para el estudio de los comportamientos emocionales y su valor para la adaptación individual, desde un punto de vista filogenético. Sin embargo, él había estado trabajando ya sobre ese tema al menos desde sus cuadernos de notas de 1838, donde incluso formuló una versión primigenia del principio de la selección natural. Darwin demostró escepticismo por el trabajo de los fisiognomistas, pero manifestó interés hacia algunos de ellos, como el anatomista británico Charles Bell (177-1842), que probó la importancia de los músculos respiratorios en la producción de las emociones. Algunas alusiones de Darwin al trabajo de Lavater fueron para reconocer que cada ser humano está dotado de una cierta porción de sensación fisiognómica, tan evidente como que un hombre que nace sin deformidades deberá necesariamente contar con dos ojos (Hartley, 2001). Para muchos observadores, Darwin continuó desde el punto en que habían quedado los fisiognomistas, incluido Bell, proveyendo un soporte explicativo para la expresión mediante la teoría de la descendencia por selección natural (Richardson, 2013). El camino recorrido desde entonces ha sido largo. En la psicología de nuestros días, el estudio de la expresión facial no solamente ocupa un lugar destacado en el enfoque de Paul Ekman sobre las emociones (Ekman, 2003), sino que ha recibido la seria consideración de muchos psicólogos evolucionistas (Fridlund, 1994), que continúan aplicando los principios darwinianos fortalecidos por nuevos avances científicos, así como de otras orientaciones diversas (Bruce & Young, 1996, Russell & Fernández-Dols, 1997), posibilitando importantes descubrimientos sobre el rostro, sus detalles y procesos específicos.

Conclusión parcial de la primera parte

La fisiognomía y el mesmerismo surgieron en el siglo XVIII de forma casi simultánea y su introducción al contexto social y cultural de la Europa germánica se produjo con solo unos años de diferencia. Mesmer y sus seguidores tuvieron la intención primordial de extender los conceptos que en el momento eran reputados como científicos hacia el amplio espectro que representan los problemas humanos cotidianos, sobre todo el funcionamiento anormal de la mente, el comportamiento social desviado y los trastornos emocionales. Igualmente, generaron nuevas aproximaciones psicológicas en respuesta a las necesidades prácticas de aplicabilidad con el fin de reforzar sus fundamentos explicativos. La fisiognomía apuntaba hacia la exploración cualitativa del mundo interior, con una especial propensión hacia el descubrimiento de las singularidades caracterológicas de los individuos. Tuvo, en comparación con el mesmerismo, un perfil de corte más interpretativo. Aunque la racionalidad básica de ambos enfoques estaba más orientada a lo que podríamos denominar las profesiones de servicio, traducida en una intervención activa en la esfera de las anomalías subjetivas, propendían igualmente a recibir una legitimación como ciencias en la valoración colectiva. Para el logro de este objetivo, sus autores buscaron por diversos medios y cuando fuera posible esta clase de reconocimiento en los círculos intelectuales.

Sin embargo, y como resultado de la transición por la que atravesaban los referentes conceptuales básicos de la ciencia en ese mismo período, tanto el mesmerismo como la fisiognomía mantuvieron en su léxico y su universo teórico una serie de elementos que los ataban a concepciones místicas y cuasi religiosas. Esto resulta especialmente cierto en el caso de la fisiognomía, lo que constituyó una de las mayores causas de resistencia en aquéllos que sustentaban un punto de vista naturalista. Por cierto que Mesmer intentó de manera más consistente esquivar esta dificultad, al centrar su apelativo en la idea cardinal del magnetismo, que se hallaba en uso entre los físicos de sus días (Baigrie, 2007). Pero en este sentido resultó menos exitoso que en los demás, habida cuenta que, por ejemplo, muchas personas identificaron su doctrina con el espiritismo, pues se pensaba que los sonámbulos tenían poderes de clarividencia. También se lo relacionó estrechamente con la religión (Greenwood, 2009). Estas asociaciones fueron aún más patentes con relación a la fisiognomía. Por lo tanto, no fue sencillo liberarse de tales estigmas, que permanecieron sobre ellos como una espada de Damocles, trabando seriamente su consolidación futura. Idearon mecanismos de acción basados en lo que podrían denominarse criterios de efectividad, no siempre explícitos o enteramente congruentes, que buscaron legitimar en la práctica aquello que en la teoría, por lo menos en aspectos muy específicos, se mostraba esquivo, particularmente entre los exponentes de la comunidad científica. Pese a todas las agrias polémicas desatadas y los eventuales y difíciles consensos, lo importante es distinguir que estas iniciativas anticiparon lo que un siglo después habría de concebirse como la psicología aplicada. Por eso decimos que estaban en el camino que conduciría a su eventual surgimiento. Y la misma condición habremos de observar respecto a la frenología, que será el tema para la segunda parte de este artículo.

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